2010/02/08

Capítulo XVI


Desde donde me dejó Ruperto unos doscientos metros tuve que caminar cargado con todas mis pertenencias hasta llegar al restaurante “La Cacatúa”. Bastante acalorado crucé el aparcamiento y tras avanzar por el camino de piedras llegué a la terraza exterior, donde dejé las bolsas de basura en las que había metido mis ropas.

Me quedé unos momentos frente al portón meditando mis próximas palabras y muy absorto me debía de encontrar pues no reparé en la presencia de una cacatúa enorme que colgaba boca abajo en un columpio. Reaccioné con un sobresalto ante aquella horrible visión y retrocedí a una distancia prudencial. Abrió un ojo la cacatúa y con una agilidad sorprendente, tras unos leves balanceos, se dio el impulso suficiente para ponerse en pie. Se giró y empezó a columpiarse sin dejar de observarme fijamente. Era una cacatúa horrible. En la barriga no tenía ni un pelo y se dejaba ver la corpulencia y musculatura de sus muslos. Las alas, carentes de toda pluma, parecían estar fritas y aún así eran batidas con tanto ahínco que hacían pensar que tal vez fuera capaz de emprender el vuelo. Tres plumas torcidas se desplegaban en su cabeza evidenciando la ausencia de las restantes.

Me quedé anonadado viendo la disposición agresiva de aquel pájaro grotesco, enorme y desplumado. Con el primer graznido me quedé petrificado de horror ante la inusitada potencia del chorro de voz de aquel error de la naturaleza. Ya he contado que siento una antipatía fóbica hacia algunas aves, a las que hay que añadir, por supuesto, la cacatúa. Aquel engendro demoníaco prosiguió con su canto demencial tal como si estuviera sufriendo un dolor atroz. Parecía estar siendo electrocutada y que en su agonía profería los más desagradables insultos que en su idioma se pudieran decir.

Sacando fuerzas de flaqueza y con el corazón en un puño me acerqué para picar la puerta con la anilla que tenía por pomo. La cacatúa se columpiaba cada vez con más brío y a unos dos metros de mí estaría cuando saltando del columpio se lanzó sobre mí como un misil graznando intensamente. Sólo me dio tiempo de agacharme espantado sin poder esquivar al pájaro, que se me enganchó por la espalda. Aún paralizado por el pavor, procuré sin éxito librarme de aquella aberración que comenzó a picarme en la cabeza con mucha fuerza. Sus garras me arañaban en el cuello y en un momento me había enganchado la oreja con el pico produciéndome un intenso dolor. Confuso y mareado salí corriendo, y habría llegado hasta mi casa de no haber ido a parar, tras un leve tropiezo, golpeando con la cara en una columna de muy mala manera. Sentí como si se me quebrara el cráneo y la nariz la tengo un poco doblada desde aquel día. La sangre brotaba a chorro y con un fuerte mareo sentí que perdía el conocimiento. Caí al suelo despojado de toda fuerza.

La cacatúa, que salió indemne del tropiezo, no se sintió complacida al haberme derrotado y subiéndose sobre mí, me arañaba con sus garras picándome a su antojo mientras yo yacía medio muerto. Totalmente acabado y patitieso con mis últimas fuerzas intenté reincorporarme para huir del terreno de combate e ir a hacerme ermitaño a alguna montaña, pero en un momento de arrebato agarré a la cacatúa por una pata y me dispuse a golpearla con el puño. A los dos guantazos medianamente efectivos sopesé que iba a ser tarea difícil e intenté aplastarla con el cuerpo abalanzándome sobre ella. Con este esfuerzo me caí por las escaleras, pero llevándome conmigo a la cacatúa, que, bondad divina, quedó espachurrada con muy mal aspecto.

Al recomponerme y ver la agonizante cacatúa dislocada en el suelo, una rabia infinita se apoderó de mí, y le di una patada con todas mis fuerzas haciéndola volar por los aires, momento en que reparé en las dos personas que me observaban desde la puerta del restaurante. Pasando entre ellos se escurrió Angelita, la Princesa, que con las manos en la cabeza lanzó un desesperado aullido y se volvió otra vez adentro del restaurante. Los allí presentes, Luís y Alfonso, se me quedaron mirando sin decir palabra y cuando me acercaba a ellos para explicar lo ocurrido y los motivos de mi visita se desplazaron dejando un amplio hueco por el que apareció la Princesa apuntándome con un trabuco. Un pánico instantáneo me recorrió el cuerpo y me quedé paralizado.

No pongo en duda de que fuera gracias a la intervención divina que el trabuco del algarrobo con el que salió Angelita a recibirme en lugar de metralla lanzase, con gran estruendo, un descomunal soplido de hollín. Tras breves momentos de desconcierto, Angelita salió corriendo detrás de mí blandiendo el trabuco. Al momento en que sonó el brutal petardazo y se difuminaba por los aires la densa humareda negra salí corriendo espantado huyendo despavorido y al instante comenzó la persecución. Todo fue como dar la salida con el trabuco.

Desde luego que ni en los más pletóricos días de mi juventud yo era lo que se pudiera llamar atleta y para mayor inconveniente había quedado baldado y las piernas apenas me sostenían, a pesar de lo cual mi reacción fue vigorosa e instantánea. La persecución comenzó con gran euforia acompañada con un grito de guerra, y al emprender la huida el corazón casi se me sale por la boca al ver que la única vía de escape, a través de un mecanismo eléctrico, se cerraba ante mis ojos. Estaba acorralado.

En el ataque contaba la Princesa con la colaboración de Alfonso, jefe de cocina, individuo extremadamente corpulento y por lo que se pude ver enseguida, persona de muy mal genio, que por suerte cojeaba intensamente y no era muy rápido, aunque sí bastante persistente. Luís, hijo del otro Luís antes mencionado, era sin duda el menos ágil, pero que se escondía y atacaba por sorpresa. En una ocasión me agarró de la camisa, pero pude liberarme dándole un codazo en la cara. La persecución era intensa, pero no conseguían darme alcance dado el terror que impulsaba mi carrera.
Pudieron ser más de quince minutos los que me seguían tan de cerca que de no ser por mis desaforados esfuerzos, ya fuese agachándome, parando y arrancando y alguna vez saltando por encima de los matorrales que rápido me habrían cogido. Fue una auténtica pesadilla y el miedo que pasé, al prolongarse la persecución, se fue convirtiendo en un delirio histérico con el que propasé el límite de mis fuerzas. Presa del pánico, mareado, exhausto y chorreando sangre por la nariz corría de un lugar a otro sin posibilidad de escapar.

La Princesa a un paso cada vez más lento vociferaba serias amenazas, que el cumplimiento de la menor de ellas tenía que terminar con mi vida de muy mala forma, todas ellas relacionadas con motivos gastronómicos, trincharme como a un pavo, freírme los ojos en aceite o destriparme como a un cerdo. Tras largo rato de esquivarlos, corriendo como un descosido sin saber hacía donde, exhausto y sin aliento, la Princesa me acorraló en una esquina. Se me acercaba enseñando las uñas con una expresión rabiosa y desquiciada. Yo estaba aterrorizado. Bien en frente de mi se quedó parada gesticulando horribles expresiones inhumanas, mostrando los dientes y vizqueándo los ojos. Retorcía las garras y sacudía la cabeza con sorpresivos espasmos. De repente se cayó al suelo. Le había pegado un ataque epiléptico. Empezó a expulsar espuma por la boca y cayó al suelo haciendo espasmos. Viendo propicia la ocasión me dirigí a la puerta metálica que comunicaba al huerto que por suerte estaba sin cerrar con llave.

Un viejo golpeaba la tierra con un azadón con muy poco ánimo en medio de aquella extensión de zanjas adornadas con leves brotes. Corriendo por encima del sembrado, mientras buscaba por donde escapar, vi que Alfonso y Luís cruzaban la entrada al huerto. Prosiguió la persecución pero con menos brío y eludía a mis perseguidores, ya bastante exhaustos, con bastante margen. Alfonso empezó a lanzarme piedras con tal rabia y fuerza que el menor roce hubiera sido de espanto. Aquel viejo que hasta el momento había proseguido imperturbable sus labores del campo, cuando pasé corriendo por su lado, tras emitir un sonido gutural ininteligible, acertó a darme un manotazo en la cara que era como para tumbar un camello. Sus manos eran como hormigón macizo y medio atolondrado fui de lado a chocarme contra un árbol. Animados por esta incidencia ventajosa se reavivaron los ánimos de mis perseguidores cuando ya comenzaban a desfallecer.

Habiendo perdido toda referencia de mi ubicación en el mundo y a punto de dejarme vencer por el mareo resultante del intenso dolor del guantazo, encontré en mi camino la escalera que subía a las habitaciones, por la que me encaramé como buenamente pude y me metí en una de las habitaciones, que cerré con llave a mis espaldas. Estaba al borde del colapso. El corazón me latía con fuerza y no me bastaba el aire que respiraba para recuperar el aliento.

La habitación estaba completamente oscura salvo una pequeña luz proveniente de allí donde se intuía una ventana. Me dirigí hacia ella con la esperanza de encontrar una escalera o artilugio elevador con el que poder escaparme. Al abrir la persiana, y al entrar la luz en la habitación no paré un segundo a examinar la distancia que había hasta el suelo, que era bastante, y me lancé de cabeza por la ventana. ¿Cómo acertar a describir el susto que me llevé cuando al girarme vi por primera vez en mi vida a Jorge detrás de mí? Se podría recurrir a la típica frase “se me heló la sangre”, pero en verdad que no fue así; más bien fue como si se me parase el corazón y me faltase el aire a la vez, y como si fuese el cerebro que bombease la sangre con un único pero enorme latido. Salté sin pensar, por puro acto reflejo.

Hubiese preferido por mil veces haber caído en el duro suelo y haberme abierto la cabeza que no haber ido a parar encima de un tejado de madera de muy escasa resistencia. Sí que es verdad que por un momento pensé estar a salvo, pues de allí donde estaba, dando un salto considerable hubiese podido acceder a la pared que delimitaba el recinto, que aunque estaba repleta de cristales hubiese utilizado para poder escapar, pero al momento de incorporarme, se quebró la madera y fui a parar al interior de una jaula repleta de gallinas en extremo bulliciosas.

No me dio tiempo de perder la conciencia, ni tan siquiera lamentarme del fuerte batacazo, de tan grande que fue la sorpresa de verme envuelto por un enjambre de gallinas revoltosas cacareando intensamente.

Aunque creo que es más que sobresaliente el valor demostrado y muy a destacar mi templanza en tan desdichada adversidad, al verme encerrado en una jaula llena de gallinas, cosa que jamás pasó por mi cabeza ni en las más delirantes de mis pesadillas, opté por pedir socorro tan alto como la voz me daba de si. Había llegado el momento de rendirse. Yo, el más valiente de la pandilla, el mejor de mi habitación, había sobrepasado los límites de mi comprensión y llorando con vehemencia supliqué e imploré que por compasión me sacasen de allí. Me quedé enganchado a la rejilla de la jaula gritando y sollozando.

Entró en la jaula el viejo del azadón y arrastrándo me sacó fuera. Desde el suelo y a contraluz pude ver como el viejo se disponía a darme el golpe final que terminaría con mi vida y así hubiera sido de no haber querido la divina providencia que en el momento en que sostenía en lo alto el azadón le pegara a aquel buen hombre un infarto y con una mueca y un quejido quedase súbitamente agarrotado. Aún en este trance consiguió, haciendo un esfuerzo, golpearme en la cabeza, quedando yo desmallado y él muy cerca de la muerte. Me dejaron atado y amordazado en el sótano hasta que apareció el doctor Gabriel y les explicó los motivos que me habían llevado hasta allí.

Ya desde un primer momento me di cuenta de no ser bien recibido; la Princesa aun habiendo accedido a mi contratación, manifestaba cierto resentimiento debido al asunto de la cacatúa. Tuve suerte, principalmente, porque el doctor Gabriel pudo salvar la vida al pájaro. Por orden de la Princesa fui declarado principal responsable del bienestar de la cacatúa, a la que el doctor Gabriel había puesto unas inyecciones y vendado completamente. En mis primeros días de trabajo en el restaurante la Princesa y su séquito procuraron con ahínco no volverme a ver al día siguiente, pero yo, determinado a cumplimentar el plazo de tiempo que el doctor Gabriel me exigía aguantaba estoico toda la batalla con la que pretendían coaccionarme.




6 comentarios:

  1. HOLA, MI NOMBRE ES NATI Y HE ENTRADO EN TU BLOG A CONOCERLO, ME HE QUEDADO IMPRESIONADA ES MUY BELLO Y ESPECIAL SE ESTÁ COMO EN UN SOFÁ MULLIDITO Y ME QQUEDO EN TU CASA ME SIENTO MUY AGUSTO AQUÍ.
    FELICIDADES POR CONSEGIR ESTE LUGAR TAN COMODO.
    YO TE QUIERO HACER UNA INVITACIÓN, PARA QUE PASES A CONOCER EL MIO SE LLAMA:"LOS CUENTOS DE NATI",BESOS.

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias, Nati, por la visita. Si te animas a leer encontraras en este sitio lo mejor que tiene para ofrecerte. Pasaré a verte. Gracias.

    ResponderEliminar
  3. Hola, Rafael. Te he otorgado un premio, junto con otros catorce compañeros/as blogueros de la Red. Espero que te guste. Un fuerte abrazo.

    ResponderEliminar
  4. Bueno, voy pasando por aquí y esto parece Pedro Páramo. A ver si con el verano dispones de un poco más de tiempo para ilustrar al respetable con los misterios de esta narración.
    Ya empiezo a echar de menos al mismísimo doctor Gabriel.
    Saludos.

    ResponderEliminar
  5. Gracias Robert, eres muy amable y agradezco mucho el premio aún a sabiendas de que es inmerecido.
    Gracias

    ResponderEliminar
  6. Publicaré nuevos capítulos cuando vea más animación. Por ahora ya está bien. La novela tiene cincuenta capítulos.

    Gracias, Igor, me alegra haberte conocido, aun sea a través de este extraño medio.

    ResponderEliminar