2010/01/16

Capítulo XV


Aun con la botavara quebrada hendida sobre el cayuco el capitán empecinado seguía gritando coraje a los bergantes, algunos de ellos heridos de muerte. Saltando sobre la mesana, cogiendo un cabo, se lanzó sorpresivamente por los aires haciendo un gran círculo ondeando su flamante capa, sorteando con este impulso y con la daga entre los dientes, las cuchilladas que los insurgentes le dirigían desde abajo. Y digo esto como ejemplo y estímulo para no desfallecer en mi decidido empeño de alentar las breves briznas de mi inspiración hacia la evocación de aquellos parajes donde se encontraba el restaurante “La Cacatúa”. Envuélvase mi memoria con las esencias de aquel recuerdo, ya lejano, de los campestres andurriales. Rememore de nuevo mi olfato aquella grata sensación escondida tras los ásperos efluvios del estiércol en la tierra mojada. Crucen por mis ojos cerrados tordos y palomos entonando sus dulces cantos. Sientan de nuevo mis manos el placer de la recolecta y mis rodillas la grata sensación del calor que desprende la tierra torrada al sol de verano. No te interpongas aviesa y malintencionada musa en el hilo de estos pensamientos y desiste ya ante ésta, mi total determinación. Que así quede escrito y que así se cumpla.

Desde que se inventó el carromato la gente no ha parado de ir y de venir de un lugar a otro, pudiéndose llevar así a toda la familia. Con ese persistente empeño, grandes partes del mundo desconocidas han sido habitadas. Se desconoce aún como fueron a parar los primeros asentamientos humanos a las inhóspitas regiones árticas y se especula con un posible despiste de quien dirigía la comitiva, pero es este asunto ajeno a nuestra historia y remito al lector interesado a la lectura de las obras de Laurencio Puerco sobre sus expediciones en el ártico.

Tal cual es la preocupación de la monja superior que vigila inquisitiva a las recién llegadas, parecía la montaña observar el valle que tiene a su cargo, aunque mucho más atenta al pequeño pueblo de Santa Julieta al cual acuna en sus brazos. Poco más allá, el leve rastro del camino que desciende hasta el restaurante “La Cacatúa”, dejaba a su lado unos campos de habichuelas, que coloreaban de un verde mate un cuadrángulo imperfecto, que se doblegaba sobre la ladera que se extendía hasta la cumbre, rebosante de matorral. Santa Julieta, agazapándose en la falda de la montaña, se rodeaba de los frutos de su descendencia, aglutinándose a su alrededor las nuevas construcciones, como atraídas hacia el centro, comprimiéndose sus estrechas calles por el maternal abrazo. El frontal de su iglesia del prerrománico tardío se alzaba con exuberancia sobre los tejados de las casas circundantes, y frente a ella, la plaza principal del pueblo exhibía con orgullo una fuente de piedra a su otro extremo. Una muralla medieval envolvía la zona antigua y adornaba el conjunto del pueblo con el legado histórico de las grandes contiendas del pasado. Las casas de piedra de amplios portales tenían un encanto singular y formaban un pequeño laberinto donde las calles no tenían nunca la dirección que parecía en un principio.

El pueblo de Santa Julieta se encontraba aislado por accesos difíciles y bastante alejado de los núcleos urbanos más grandes, pero esta situación cambió al inaugurarse la carretera de Pardaldemoro. Esta relativa incomunicación fue vital para la preservación de los pastizales y el ecosistema del mosquito, y repercutió en la marcada idiosincrasia rural de las gentes. En esta zona de antigua tradición gastronómica de la algarroba para el porcino, la vida transcurría lentamente y se sucedían generaciones de labriegos y ganaderos cuya preocupación máxima era el bienestar de los cerdos y el cultivo de la alfalfa.

El recién llegado se percataba enseguida de la importante herencia cultural presente, desde tiempos inmemoriales, en las costumbres de las gentes. El diligente empeño matutino de arrastrar el arado por el pedregal bajo un sol abrasador suscitaba la admiración del recién llegado, que atónito observaba semejante proeza mientras el burro pacía perezoso debajo de un árbol.

Los cerdos ocupaban un lugar destacado en el organigrama familiar y eran tratados con una consideración hoy en día inusual; se sentaban a la mesa y eran tenidos en cuenta a la hora de decidir el menú con el que disfrutaría toda la familia reunida. Personalmente opino al respecto que se debía tratar de una situación felicísima y me exaspera sobremanera la perdida de esta antigua tradición.

Un día comía con el doctor Gabriel en la cantina del hospital y escuchaba atento remembranzas alegres que contaba de sus tiempos de juventud. Me contaba estas cosas e historias de cuando era más joven.

—Braulio, no te puedes imaginar cuanto añoro aquellos tiempos. Todo el día descalzo, corriendo de aquí para allá azuzando a las ovejas con una caña.

El doctor Gabriel, cuando tras recapacitar brevemente se dio cuenta de la inmensa tontería que había dicho, prorrumpió con una carcajada y añadió con gran emoción:

—Un día me pilló el tío Lázaro y me dio una paliza que estuve un mes en cama y perdí el oído izquierdo.
—Que divertido —dije yo viendo que tal suceso parecía entusiasmarle.

—Era un buen hombre. ¡Lo que le costó cogerme! Corrió detrás de mí todo el día y cuando yo, todo ingenuo, volvía a casa para cenar, salió de detrás de un ciprés y me dio con la mano plana en toda la oreja. Sus manos eran enormes y duras como una piedra, y cuando ya me tenía aturdido, me engancho por la oreja y me dio un coscorrón que no me parte el cráneo de milagro. Me dejó inconsciente y estuve desmayado dos días, creo yo solamente del susto que me dio.

—Pues sí que era un buen hombre —convine un poco obligado.

Esta extensa y entrañable conversación tenía a doctor encantado, y entre pitos y flautas, me contó las causas de tan terrible represalia con unos ademanes que pensé por un momento que me quería pegar.

—La cabra que lo parió —dijo—. Yo estaba jugando con el tractor dentro del cobertizo. Me lo pasaba fenomenal. Estaba soñando que gobernaba una nave espacial dándole a las palancas, y sin pensar le di a la llave. ¡No veas! Darle a la llave, encenderse el motor y salir disparado el tractor fue todo al mismo tiempo. ¡Qué susto, madre mía! Salió la maquina disparada dando saltos y yo me caí hacia atrás. Atravesé la pared del cobertizo con el tractor y se cayó todo el techo. De suerte que no me maté, pues me dio un ladrillo en la cabeza. Yo me quedé inconsciente sobre el tractor, que se fue hacia donde estaban las ovejas encerradas. Fue un desastre. Maté quince ovejas, aplastándolas y destrozandolas con el roturador. Después estuve haciendo círculos por el sembrado hasta que al despertarme las voces de mi tío, vi lo que había pasado, salté del tractor y salí corriendo.

—No se tenía que haber enfadado por eso —contesté, y el doctor Gabriel me dirigió un gesto de aprobación. Creo que siempre tuvo en gran estima mis opiniones y consejos.

En términos generales, se podría decir que las gentes de Santa Julieta eran unos salvajes, sin que nadie se fuera a ofender por eso, sino al contrario, bien complacidos. Trabajando en el restaurante “La Cacatúa” no fueron pocos los padecimientos sufridos en mi trato con esas gentes. Era un pueblo peculiar, con una identidad propia debida a la particularidad de cada uno de sus habitantes. Un cura mentiroso y blasfemo muy amigo del pecado, o un alcalde alcohólico que se pasaba el día el bar, pasan por simples ejemplos anecdóticos entre multitud de historias infinitas veces relatadas que conforman la herencia cultural sobre la que se construye la nueva generación. Algunas personas decían que el tonto del pueblo era yo, pero era tan sólo una manera de provocar, una manera de reírse de la gente.

Otra singularidad que manifestaba la particular sociología de las gentes de Santa Julieta, que sorprendía y asustaba al recién llegado nada más ver, era la agilidad de las señoras del pueblo saltando en las fiestas patronales de Santa Julieta, por encima de las cabras a las que se les había atado por una pata. Consistía el jolgorio en tales festividades, además de sufrir las instigaciones callejeras de los cabezudos o viceversa, en azuzar con un pincho a las cabras más locas, de cuernos más escalofriantes y temperamento menos amigable de cuantas habitaban por la zona, y tratar de evitar, de la forma más arriesgada posible, sus embestidas. Todo aquel que tiene una cabra de semejante aspecto la ata en alguna esquina de su casa para que ésta sufra el acoso excesivo de las gentes, o para que ésta pueda arremeter por sorpresa a quien huye presuroso de algún cabezudo.

Lo más preferible en los festejos de Santa Julieta para salir físicamente indemne del ensañamiento desmedido de un cabezudo o del casi mortal costalazo de una cabra, era no ser un forastero que está allí de casualidad. En tales festividades disfrutaba todo el pueblo de un desmadre sin igual, sin excepciones por edad o de cualquier otro tipo: ciegos, cojos, subnormales..., todos disfrutaban y arriesgaban sus vidas felices. Muchas veces los recién nacidos eran lanzados de un lado al otro por encima de las cabras por sus propios padres o por otras personas. Animaban al recién llegado las gentes del lugar a participar en la fiesta y solían ser los protagonistas de la noche y lo más divertido de la velada.

La gastronomía propia de Santa Julieta es incluso hoy en día muy admirada dada la singular variedad de platos que comparten el higo chumbo como ingrediente principal. De su fauna endémica cabe destacar la urraca tuerta y la oveja esquilada de cojones de mico.

Eran días felices aquellos para esas gentes que de tanto reír perdían los dientes y que ajenos a los lamentables sucesos de la historia mundial coexistían en paz y armonía regocijándose en su completa satisfacción y felicidad. Cuán inexorable el avance de las desdichas del progreso, que incluso al más recóndito pueblo de nuestro entorno rural ha llevado la ignominia del consumismo y que, de aquel tiempo a esta parte, apenas deja ver vestigios de su antigua idiosincrasia. Cuánta insatisfacción se ha producido en las amas de casa el ver como los jóvenes se despeñaban por el barranco con la moto que se acababan de comprar, sin haberse preocupado antes de averiguar dónde estaba el freno. Allí donde todos se conocían y se saludaban alegres al cruzarse por los caminos, hoy debido a la infinidad de incorporaciones recientes, ya nadie se conoce.

Aprovecharé para recrear la típica conversación de esas gentes del campo, que aunque ficticia, tiene un alto interés antropológico:

—Ja, ja, ja ¡menudo pepino! ¡Qué cosa más grande, menuda hechura, que robustez!

—Ja, ja, ja pero si no es un pepino, es un melón. Y tú, que perro más raro, es increíble. Nunca había visto un perro con cuernos, ¿de qué raza es?

—Ja, ja, ja, viene de la China, le llaman cabra, ja, ja, ja. No sabía que te habías comprado un mono, que cosa más fea, menudo esperpento. ¡Qué bicho más horroroso!

—Ja, ja, ja es mi hijo. Anda, mira, una vaca vestida haciendo equilibrio sobre dos patas.

—Ja, ja, ja es mi mujer, ja, ja, ja. Ten cuidado que muerde, ja, ja, ja.

Esta zona, que en otros tiempos parecía estar alejada de la civilización, gracias a los permisos solidarios y esfuerzos altruistas de los magnates de la burocracia, fue progresivamente adquiriendo las infraestructuras necesarias que la comunicaba con los pueblos cercanos y facilitaba el acceso a la capital, cosa que no era en nada del agrado de las gentes del lugar.

Cuando se reformaba el camino de cabra que se tenía como único acceso, se reunió toda la gente del pueblo a tirar piedras al personal de las excavadoras, ocasionando innumerables bajas de importancia y cuantiosas pérdidas materiales. Unos jóvenes del pueblo, entre ellos el doctor Gabriel, robaron una apisonadora y con ella lanzaron todas las demás máquinas por un barranco y luego las prendieron fuego. Los mismos jóvenes formaron días después una cadena humana atándose unos a otros y fueron detenidos todos juntos. Aunque las polémicas se sucedieron no pudieron contener el devastador azote del progreso. Se terminó desarticulando un sistema de vida tradicional representativo del origen del hombre.

Aún cuando ya eran pocos los que insistían en circular con tractor, se mantuvo intacto en las enriquecidas gentes del pueblo el sentimiento de propiedad sobre esas tierras. Habían sufrido el azote del progreso generándoles un resentimiento profundo y ansia de venganza que se manifestaba, entre otras cosas, en un desmesurado abuso y crueldad hacia el personal extranjero contratado. Las vanas esperanzas de una vida mejor para la mujer y los niños se truncaban fatalmente al llegar a Santa Julieta. Gentes de diferentes partes del mundo acabaron sus días sufriendo una vida de esclavitud y pronto añoraban las dificultades de su vida anterior.

Con el restaurante “La Cacatúa” disponemos de un ejemplo idóneo de tiranía excesiva e insoluble desprecio de las gentes del lugar a los desamparados y necesitados de una esperanza para el futuro. Le pregunté al Obispo Juana Mari sobre este punto y se disgustó enormemente. Lo encontré en la capilla, una mañana poco antes de la misa, haciendo una intensa sesión de flagelación, tumbado boca abajo sobre un taburete golpeándose con las palmas de la mano sus nalgas desnudas. Antes de contestarme se vistió al tiempo que rezaba el padre nuestro; parecía bastante dolorido. Se sentó y mirándome con seria expresión me dijo:

—¿Acaso tú te crees que existe un dios Zulú que dándole a un sonajero hizo crecer la hierba? Mira que estás despistado. Dios sólo hay uno, que en realidad son tres; no te olvides de la paloma de la paz. Las enseñanzas de Cristo, es obvio que no las va a practicar aquellos que no la conocen, no seas tonto. Si un indígena te extrae los sesos por la nariz para hacerse un llavero con tu cabeza, no pasa nada, se va al cielo, ¿qué culpa tiene? Pero tú no le toques ni un pelo que te vas directo al infierno. Tienes que aprender a dar la otra mejilla, ven luego a verme y haremos unos ejercicios.

—Muchas gracias Su Reverendísima.

Las palabras de Obispo me llenaron de emoción y se despertó en mí un irrefrenable anhelo de penitencia y castigo redentor.

Queda finalmente claro que aquellos que pecaron contra el prójimo, deberán redimirse en el fuego del purgatorio, o hacer una breve confesión de sus pecados ante un cura, a ser posible, más indulgente y menos amigo del suplicio que el Obispo Juana Mari.

El repentino desinterés del payés por el magreo intensivo de las tetas de las vacas y las oscilaciones del barbecho, influyó también en la venta de las parcelas y en la masiva especulación e inversión en el prometedor negocio de la burbuja inmobiliaria. Seguía siendo un pueblo pequeño pero en pocos años urbanizaciones y adosados rodeaban el pueblo; se reformaron las infraestructuras, nuevas plazas y nuevas zonas.

Saliendo del pueblo se podía acceder a una ermita en la cima de la montaña a través de rutas silvestres muy aptas para el senderismo y muy del gusto de los extranjeros ociosos. A vista de pájaro, se dispersaban rápidamente al alejarse del pueblo las cada vez menores edificaciones en los extensos campos para el cultivo. A lo lejos, una arboleda separaba en cuña diferentes zonas de cultivo, más allá del campo baldío donde los tordos, durante el cortejo, rebuscan entre la tierra las sabrosas lombrices con las que complacer a la parienta, que espera en el nido.

En el centro de aquel inmenso valle, rodeado por sus cuatro costados por un vasto campo de almendros, que al florecer abrumaba con su singular belleza y aspecto invernal, se encontraba el restaurante “La Cacatúa”. Encerrándose a si mismo como una fortaleza preparada para el asedio de innumerables comensales, se protegía el restaurante “La Cacatúa” tras un denso muro de piedra y barro apelmazado. Grueso y arcilloso, en algún lado maltrecho, reseco e inconsistente, era el muro que rodeaba el restaurante para delimitar un perímetro rectangular infranqueable que no tenía resquicio ninguno, salvo la entrada principal y otra barrera lateral, para la entrada de mercancías. Cuatro hectáreas de terreno delimitadas por estos gruesos muros de casi tres metros de altura, adornados en su redondeada cumbre con infinitos trozos de cristal, restos afilados de botellas rotas. Dos columnas de piedras franqueaban la entrada del restaurante, soportando un arco luminoso de neón de diversos colores donde se leía el nombre del restaurante con relativa claridad. Una barrera metálica cerraba la entrada, de forma electrónica, a su paso por unos raíles. Desde allí, tras cruzar el aparcamiento de grava, dos olivos daban comienzo a un camino de piedras que accedía al restaurante cruzando un jardín, delimitado por un seto de escasa altura.


En el jardín, cubierto de césped y adornado con diferentes arbustos y plantas ornamentales, proseguía el camino de piedras rodeando una fuente, y avanzaba por ambos lados hasta la escalera que subía a la terraza exterior del restaurante. Por las noches el jardín se iluminaba de diferentes colores con focos escondidos bajo los árboles, alumbrando partes del interior del muro y embelleciendo una vista de por sí agradable. La terraza estaba cubierta con un techo de cañizo sobre grandes vigas de madera donde colgaban unas lámparas de mimbre, esféricas y equidistantes.

El camino de la derecha se bifurcaba hasta la parte trasera del restaurante, cruzando una puerta de metal incrustada en un muro transversal. Allí se encontraba el huerto, casi tan bonito como el jardín, que se extendía hasta el muro que lo separaba de lo que llamábamos el terruño, hogar de mi muy apreciado cerdo.




3 comentarios:

  1. Ja,jaj. Es buenísimo. Me estoy riendo aquí, solo frente a la pantalla. Espera qeu acabo.

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  2. Creo yo que has hecho un excelente retrtato de varias cosas y te has reído de unas cuantas más. Aunque, a pesar del tono mordaz, queda una morriña de ese mundo, pequeño y sencillo, que ya no existe.

    La conversación entre vecinos, antológica.
    El símil entre la monja y la montaña, impresionante.

    El episodio del tractor. ¿Por qué se debería enfadar?
    Me lo he pasado muy bien. Te ríes de lo viejo y de lo nuevo, de esa idea de Mallorca(extrapolable a tantos sitios) bucólica, de las clases dirigentes, del pueblo llano...
    El Obispo Juana Mari es un maestro, sin duda.

    Un saludo y una pequeña reverencia,.

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  3. Hola, Igor, muchas gracias, y te devuelvo la reverencia con una máxima inclinación del espinazo. Ja, ja, ja. La Antigua Vamurta es sin duda un gran trabajo merecedor de su próxima publicación y que espero tener algún día entre las manos.

    Un narrador tan loco como el mío tiene que servir para poder decir disparates así, que me alegra mucho que te parezcan graciosos. El único fin de esta novela es hacer reír, o es lo que he intentado. La morriña proviene, supongo, que en cierta manera hay una risa de descontento, del drama, aunque procurando que nunca sea ofensiva. Tal vez en algunos casos me he pasado, ya veras los primeros días del inspector en el hospital.

    En el episodio del tractor me has hecho ver que hay un párrafo mal colocado, y que requiere una mínima modificación. El resentimiento es debido al no aceptar los cambios. El párrafo que comienza “El repentino desinterés del payés…” debería estar situado antes del tractor y es la explicación del recelo ante los recién llegados a vivir y trabajar en el pueblo. Se plantea esta escusa para justificar la falta de adaptación de Braulio.

    Gracias, Igor, por tu lectura, pronto colgaré un nuevo capítulo.
    Saludos
    Rafa

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