2011/03/22

Capítulo XVII


La enorme corpulencia del Obispo rebosaba en el negro sofá ocultándolo completamente con su capa carmesí. Recién concluida la sesión de gabinete, había aún barullo en la sala, pero él parecía dormir, o al menos tenía los ojos cerrados, su respiración era sonora y emitía algunos ronquidos. Estaba tocado con una réplica exacta en cartón de la caperuza del Arzobispo de Estocolmo y de su cuello colgaba un crucifijo de tamaño desmesurado, obviamente más adecuado para estar colgando de una pared, pero que no desentonaba en exceso dado el tamaño y grosor del Obispo Juana Mari. Unas pequeñas gafas redondas apretujándole la nariz apenas se dejaban ver en su cara oronda y mofletuda. Aún siendo bastante imberbe, con unas briznas de barba rala componía una especie de perilla, dándole un cierto aspecto de chino. Su expresión era plácida, tanto como si estuviera tumbado en la hamaca de una playa del Caribe.

—Discúlpeme Su Ilustrísima Santidad —le dije con suavidad poniendo una mano sobre su hombro—. A estas horas ya deben de haber sacado al inspector del quirófano. ¿Tendría la amabilidad de acompañarme? Podría ser requerida su presencia.

—Claro que si hijo —me respondió el Obispo tras un intenso parpadeo de sus ojos—. Ya sabes que aunque no sea muy católico le tengo al inspector sincero aprecio.

—Es por eso por lo que quisiera viniese usted, pues habiendo empeorado tanto su salud próximo es el momento de la extremaunción. No quisiera tener que ver que en su muerte cargue con el peso de sus pecados.

—Dios lo impida y le haga ver con su luz el camino de la verdad, que no es persona que merezca ir al infierno.

—Yo vendré con ustedes —dijo el osteópata Laurencio Puerco, miembro del gabinete—. Hace tiempo que no le veo y quería saber que tal se encuentra del esguince del hombro.

—Pues no sé si querrá verte —le dije al doctor Laurencio—. Estuvo más de dos horas maldiciéndote a ti y a toda tu estirpe y me parece que aún persiste el dolor. Espérese a mejor momento.

—Es muy posible que no haya otro momento.

—Eso es verdad. Está bien, tienes razón —dije tras cavilar brevemente—; tal vez sea buen momento para manifestarle tu apoyo; pero no quiero la más mínima discusión o enfrentamiento con él. El inspector está muy irritable. Pídale disculpas y nada más. Si ha de ser así puedes venir.

—Por supuesto —dijo el señor Laurencio—. Ya sabes que no quise hacerle daño y que me sentí muy mal. Le pediré disculpas aunque la culpa en realidad fue suya.

El señor Laurencio además de ser un expedicionario consumado y paleontólogo mundialmente reconocido era un osteópata que disfrutaba de un alto reconocimiento dentro del hospital. Nadie dudaba de su profesionalidad y eran muy infrecuentes las quejas sobre sus tratamientos. Para justo reconocimiento y consideración de su valía repasaremos la rama genealógica de su singular linaje con los acontecimientos históricos vinculados a las gestas de sus heroicos antepasados. El doctor Laurencio es un eufórico del estudio de la historia y viajero empedernido que narra con asiduidad relatos de la historia o sus propias aventuras.

Recopilando datos de diferentes fragmentos por el doctor Laurencio en diversas ocasiones relatados, he compuesto este resumen sobre las singulares hazañas de sus antepasados para dar constancia de las ilustres personas de quien desciende. Permítanme esta breve digresión que no hará sino aportar a este relato una dimensión histórica y una grandilocuencia pocas veces antes relatada.

Sentado en un taburete enfrente de un grupo de psicóticos y parte del personal médico el doctor Laurencio Puerco relataba sus historias escenificando las diferentes situaciones con mucho empeño.



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