El
intenso sol cocía al vapor los escasos restos humanos bajo las
lápidas. Un poco más fresco se estaba en la sala del velatorio,
donde la gente reunida alrededor del féretro comenzó a cuchichear.
—Lo
han dejado muy bien.
—Sí,
hace mejor cara ahora que cuando estaba vivo.
—Yo
he estado a punto de darle la mano.
—Lo
hubieran podido dejar con bata y zapatillas.
El
murmullo era intenso hasta que el tañir desacompasado de un cencerro
sonó a lo lejos y provocó el silencio entre los presentes de forma
que todos pudieron oír a la viuda decir:
—Alguien
podría traer unos bollos.
El
golpeteo era cada vez más insistente y a cada momento que se
acercaba parecía más furioso y demencial. Cuando el estruendo ya no
podía dar más de sí, asomó por la puerta la sonrojada faz de un
opulento cura con el pelo flequillo que en la mano sostenía el
cencerro. Se aguantaba en el marco de la puerta y parecía a punto de
morir. La cara chorreaba sudor igual que una regadera. Súbitamente,
tendió una mano hacia el difunto y gritó, como si estuviera en lo
alto de una montaña, que una vez más los deseos del señor se
habían puesto de manifiesto. El desmedido alarido sorprendió un
poco a los presentes, pero a su vez generó la máxima expectación.
Giró sorpresivamente el cura dando un brinco, y con las manos sobre
el féretro escrutó con avidez el cuerpo del difunto. Sus siguientes
palabras, también a viva voz, fueron encaminadas a reconvenir sobre
los abusos en el comer y la gula, proclamando la sobriedad en la
dieta.
“Es
necesario refrenar el ansia—gritó— cuando estás comiendo
cochinillo. Las patatas intensifican nuestra gula y es necesario
contenerse. La papada crujiente y las orejas nos hacen salivar que es
una barbaridad, pero hay que reprimirse, que luego viene el postre”.
Simulaba,
mientras esto decía, estar comiéndose las patatas una tras otra y
metiéndose en la boca grandes trozos de carne que masticaba con
fruición. Tras limpiarse las babas con la manga echó mano al
bolsillo y sacó un enorme bocadillo que hizo desaparecer en un abrir
y cerrar de ojos. Ninguno de los presentes se podía creer que
realmente se hubiera engullido el bocadillo y pensaron que había
hecho un truco de magia o que simplemente habían sufrido una
alucinación.
Continuó
el cura con una disertación sobre el tiempo necesario para que el
alma del difunto alcanzase el cielo, tiempo que estimó en cientos de
millones de siglos. Los primeros seres humanos, dijo, aún están por
el camino. En la actualidad están sentados a la diestra de dios
padre los primeros monos. Los presentes escuchaban atónitos estas
hasta ahora desconocidas revelaciones intentando evitar los ademanes
y aspavientos que el cura hacía mientras escenificaba las
adversidades del viaje.
“Al
pasar por Venus tempestades ardientes rodearán su alma como un
enjambre y las sorteará con briosos movimientos, esquivando los
peligros por gracia divina. El viento solar no será un
inconveniente, aunque puede suponer un desvío en la trayectoria, al
igual que los meteoritos, cuando vienen desde arriba”.
No
era muy grande el sitio y se iban apretujando los asistentes mientras
escuchaban el discurso del cura, repleto de onomatopeyas e insólitos
ruidos. Narrando con briosas gesticulaciones el paso de un asteroide
y describiendo la órbita con el puño golpeó en la cara a un viejo
que estaba en primera fila, dejándolo en el suelo tal como si
hubiera recibido el impacto del meteorito. La expresión que puso
antes de desplomarse fue en todo semejante a la de los que tenía al
lado.
Rápido
fue el cura a ayudarle interponiéndose a los demás con ademanes de
gran culpabilidad y se agachó para reanimarlo. Intentaba el viejo
esquivar los morros del cura girando la cabeza de lado a lado con
expresión de asco cuando le intentaba hacer el boca a boca. Todos
los presentes, apretujados unos con otros al fondo de la sala,
observaban atónitos las descomunales nalgas del cura aprisionadas en
su hábito negro, y unos momentos tuvieron que pasar para convencerse
de que el sonido sospechoso provenía, efectivamente, de allí donde
estaban mirando. En unos momentos la pequeña estancia era peor que
estar metido en un establo.
El
viejo pataleaba y gritaba con insistencia sin poder impedir que el
cura, agarrándolo por la cabeza, le practicara una briosa
reanimación.
—No
creo que necesite respiración asistida —dijo uno—. Aunque tal
vez haya que sacarle una radiografía.
—Le
estoy insuflando el aliento de la vida —respondió el cura con
cierto enfado—, y no sé quién es usted, con su poca fe, para
impedir que le haga participe de este don que he recibido por gracia
divina.
—Ya
me encuentro mucho mejor —dijo el viejo—. Ya se ha obrado el
milagro.
—¿De
verdad? ¿Lo dice en serio? —preguntó el cura.
—Sí,
sí. Es fabuloso. Es un milagro.
Se
levantó el cura henchido de gloria y comenzó a abrazar a los
presentes, levantando a algunos del suelo, restregándoles la sebosa
papada sudorosa mientas los hacía girar por los aires. A otros los
zarandeó por los mofletes y a los que veía un poco achacosos los
obsequiaba con unas cuantas ráfagas de su divino aliento en la cara.
No podría decirse por sus reacciones que tal cosa fuera de su
agrado. Por más que se resistían iban cayendo uno tras otro hasta
que el viejo tosió, y llamó así la atención del cura, que le
dirigió una inmediata y escrutadora mirada.
—¿Se
encuentra bien?
—De
maravilla.
Aguantaba
el aliento el viejo manteniendo la compostura con la cara roja, pero
no conseguía engañar al cura, que estiraba el cuello para
observarle mejor. No pudo más y terminó tosiendo de nuevo, y aunque
hizo amago de huir pronto se vio agarrado por el cura y sacudido en
la espalda en forma tan vigorosa que la dentadura salió por los
aires. Acto seguido, sujetándole la cara con ambas manos, exhaló a
dos dedos de sus narices el divino aliento. Dirigió a los presentes
una forzada mueca de alegría y detectó en sus cara cierto
escepticismo.
—Si
voluntad del Señor fuera —gritó levantando los brazos— podría
con mi soplo divino retornar a su antiguo vigor de la juventud al
mismo difunto que yace aquí en este féretro. No hay límite para el
poder de dios.
Esta
afirmación genero cierta estupefacción y rumoreo en la sala, pero
el agudizado oído del cura reconoció el particular tintineo que
hacen los monaguillos al poner la mesa en el jardín, y supuso que
los familiares del difunto habían contratado el ágape que ofrece la
parroquia con los servicios funerarios, consistente en una tortilla
de patatas y una coca de verduras. Se servía además un poco de
tinto y gaseosa.
A
grandes zancadas sobre las lápidas bajo el sol abrasador alcanzó en
un instante el cura la carpa donde se servía el tentempié y comenzó
a devorar la coca con desmedida avidez. Amontonó unos trozos sobre
otros y mientras con una mano los apretujaba en el interior de su
boca con la otra componía un rectángulo más pequeño con los pocos
trozos restantes. La tortilla recibió el mismo tratamiento, aunque
no quedó tan bien compuesta. Se metió en el buche media botella de
vino y volvió corriendo a la sala del velatorio, donde la mayoría
de los feligreses se encontraban fuera y habían presenciado la
descontrolada bacanal. Muchos le dirigieron reproches, a los que el
cura contestó que el pastor que cuida de las ovejas descarriadas
también tiene que comer, y así, como si fueran un rebaño, fueron
empujados hacia el interior. Acompañaba sus gestos el cura imitando
los balidos de una cabra.
Una
vez dentro, y tras haber llamado la atención de los presentes
declamando con notable prosopopeya unas palabras en latín que se
acababa de inventar, comunicó que había llegado la hora de pasar el
canastillo y que por favor fueran depositando en él todo aquello que
llevaran de valor, así como el reloj, anillos, collares y la
cartera.
—Estará
de broma — gritó un señor con bigote—. En las colectas solo hay
que poner la voluntad.
—Esto
era antes. Desde hoy mismo las disposiciones papales son un poco más
exigentes con el cumplimiento de la caridad. Tened en cuenta, hijos
míos, que todo os será devuelto con creces en la otra vida.
Considerarlo una inversión o un pequeño soborno.
El
señor del bigote manifestó con cierta rotundidad su intención de
no depositar salvo aquello que considerase adecuado, pero cuando sacó
la cartera el cura se la agarró de un zarpazo y dándole la espada
puso todos los billetes en el canastillo. La diferencia de tamaño y
el barrigón del cura hacía que fuera imposible que el señor del
bigote recuperara su dinero, y bastante enfadado salió de la sala.
—A
medida que salgan pueden ir a la capilla a dirigir sus quejas al
Señor, que siempre atiende con mayor fervor las súplicas de los
afligidos.
—Esto
es un robo.
Quedó
el cura taponando la puerta, dejando salir solo a aquellos que habían
depositado sus pertenencias en el canastillo. Cuando hubo terminado
el proceso cogió el cencerro del suelo y haciéndolo sonar con brío
se fue por donde había venido. Mañana sería otro día. Tenía un
bautizo y una boda.
Fin
Jocoso. Un poco pícaro
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ResponderEliminarGracias, Fernando, siento mucho haberme perdido el resto de tus comentarios; no he estado muy pendiente del blog.
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