2011/06/14

Capítulo XIX


Consentí finalmente que el doctor Laurencio me acompañara junto con el Obispo Juana Mari a ver al inspector Eustaquio, que como se ha dicho, ya debía de haber salido del quirófano. Muy cerca de nosotros estaba sentado un neurólogo recién llegado al hospital con una actitud muy deprimida; tenía los pies sobre el sofá y las manos sobre la cabeza. Parecía sumido en profundas tribulaciones.

—¿Se encuentra usted bien? —le pregunté.

—No, la verdad es que no —me dijo—. Ha habido problemas en casa. Mi hija ha desaparecido. Se fue corriendo detrás del perro. Lo habíamos atado a un globo y se fue volando. Aún no han aparecido.

—Extraordinario suceso. Pues váyase usted a su casa, hombre —le dije—, que su mujer estará muy preocupada. Ya hablaré yo con el doctor Gabriel. No se preocupe por nada.

—Muchas gracias. ¿Tiene usted la llave de la barrera?

—No. Esta mañana me las ha pedido el doctor Gabriel.

—Entonces tendré que saltar el muro, ¿dónde puedo conseguir una escalera?

—¿Cómo que saltar el muro? No tiene que saltar; le diga a uno de los chicos que le abra la barrera.

—En un par de ocasiones que lo he intentado no me han querido abrir —dijo el neurólogo manifestando con un gesto su entera incomprensión.

—Les tendrá que disculpar —dije—. El doctor Gabriel gusta de contratar personal con minusvalías, ayudando en mucho en la reinserción de estas personas. Insístales y muéstreles su autoridad y ya verá como le abren. Si no, les diga que tiene mi autorización. Váyase ya y si podemos serle de utilidad en algo no dude en avisar.

Quedaban por entonces pocos rezagados en la sala cuando salimos de ella. Al paso lento del señor Obispo, que en numerosas ocasiones fue interrumpido por enfermos que arrodillándose en el suelo solicitaban su bendición, emprendimos camino a la habitación del inspector Eustaquio Trompeto. La barrera del departamento de psiquiatría estaba cerrada y el enfermero encargado de la vigilancia estaba ausente, cosa inaudita y falta grave por dejadez manifiesta del auxiliar responsable. Pensé en dar parte al doctor Gabriel a la primera oportunidad.

—Tendremos que salir por la barrera del jardín —le dije al doctor Laurencio—. Supongo que aún conserva la llave que le di.

—Sí, la tengo aquí mismo —dijo el doctor Laurencio Puerco.

—Estupendo. Saldremos por el jardín y entraremos por la entrada principal. Además tenemos que preguntar en recepción por la habitación del inspector. Yo no sé cuál es.

Recorrimos los esplendidos jardines del departamento de psiquiatría y sin contratiempo digno de mención, salimos por la barrera del jardín y tras bordear el muro que rodea el hospital, entramos de nuevo por la puerta principal.

Al llegar a la recepción, situada en la entrada principal del hospital, las personas que allí había abrieron paso para ceder su puesto a Su Santidad el Obispo Juana Mari y acercándonos los tres al mostrador, el doctor Laurencio preguntó a la recepcionista.

—Señorita, ¿cuál es la habitación del inspector Eustaquio Trompeto?

La recepcionista miraba con cierto espanto al doctor Laurencio y no se atrevía a contestar, cosa comprensible y además corriente en quienes ven por primera vez al doctor Laurencio. El Obispo Juana Mari también llamó mucho su atención y tardó bastante en dirigirme la mirada, cosa que la hizo despertar de su trance, sacudiéndose con unos espasmos y gesticulando una angustiosa expresión de horror. Florentina, que así se llamaba no era desde luego la viva imagen de la eficiencia y su lentitud e inoperancia podía llegar a ser estresante. Yo la había conocido anteriormente y me había parecido detectar entre nosotros una atracción mutua.

—Florentina, ¿que ya no te acuerdas de mí?

—¿Cómo es que habéis salido de vuestro departamento?

—Lo tenemos todo controlado y hemos querido aprovechar el descanso para hacer una visita al inspector Eustaquio Trompeto —respondí—. Se trata solamente de una visita de cortesía. Me acompaña Su Elevada Santidad el Obispo Juana Mari por si son requeridos los últimos sacramentos, y el doctor Laurencio Puerco.

El Obispo extendió su mano para que Florentina la besase, cosa que hizo con un simple gesto y una reverencia.

—Yo te bendigo hija mía para que Nuestro Señor te halague con buenaventura.

—Esperad un momentito —dijo Florentina descolgando el teléfono—. Primero tengo que hacer una llamada.

Descolgó el teléfono y en breves instantes, apartándose un poco y bajando bastante la voz, informó a su interlocutor que se había vuelto a escapar el mismo loco que el otro día y que ahora le acompañaban otros dos.

—Mándame a los de seguridad a recepción inmediatamente —dijo Florentina al auricular—. ¿Qué no hay nadie disponible? ¿Cómo puede ser? ¿Qué se han escapado todos los locos? Esto es terrible. ¿Qué alguien ha dejado la barrera del jardín abierta y se han escapado todos? ¿Y ahora qué hago? ¿Qué? No puedo. Hay uno que debe de pesar trescientos quilos.

—Florentina —dije en tono cordial—, podría prestarnos un poco de atención, por favor. Mire por favor en qué habitación se encuentra el inspector Eustaquio Trompeto y no la molestaremos más.

Lejos de hacer lo que le decía se quedó parada y sonriente sin decir palabra. Supuse entonces que sería alguna protegida del doctor Gabriel y que estaría allí como parte de un tratamiento.

—Doctor Laurencio, mire usted en el ordenador. ¿Sabría hacerlo?

—La tecnología no tiene misterios para mí, pero seguro que me llevará un buen rato, yo nunca he tocado un chisme de estos.

—Pues da igual, daremos una vuelta y preguntaremos a las enfermeras. Florentina, es usted el paradigma de la ineficiencia.

Un poco frustrados y desconcertados por la absoluta falta de cortesía de la recepcionista emprendimos calmado deambular por los pasillos del hospital, interesándonos por la salud de algunos pacientes. El Obispo Juana Mari practicó unas rápidas confesiones y el doctor Laurencio colocó los huesos en su sitio a algunos pacientes produciendo algunas torceduras. En la tercera planta una enfermera se mostró menos arisca que las otras y consintió en facilitarnos la información.

—Pues, no, no hay nadie ingresado en el hospital con ese nombre y la verdad es que me extrañaría que alguien se llamase así.

—Mire por favor, si esta registrado con su verdadero nombre, Eugenio Tramps.

—Sí, aquí está, en la cuatrocientos seis. ¿Cómo se llama vuestra compañía? ¿Tenéis que actuar por aquí? A mí me gusta mucho el teatro.

—Pues no pertenecemos a ninguna compañía pero si quiere esta noche podemos quedar en el departamento de psiquiatría y vemos juntos la tele.

—Sois muy graciosos. ¿No me podéis dar alguna entrada?

—Una entrada no, pero sí una bendición —dijo el Obispo Juana Mari—. Acércate hija mía.

El Obispo Juana Mari tras levantar la cruz con gran prosopopeya dio con ella un sorprendente castañazo en la cabeza de la enfermera con el que ésta cayó en el suelo desmayada.

Yo estaba muy preocupado. Últimamente el estado de salud del señor inspector distaba mucho de ser envidiable y en ningún caso podíamos ser optimistas sobre su posible recuperación. Le habían tenido que operar de la tráquea debido a una ingesta excesiva de agua de piscina, habiendo sufrido ahogamientos y un colapso respiratorio. Fue ingresado de urgencia en cuidados intensivos con un pronóstico muy poco esperanzador.

No era la primera vez que la vida del inspector Eustaquio pendía de un hilo. Su cuerpo sufría desarreglos de muy diversas clases y la debilidad de su organismo hacía que cualquier intervención fuera de máximo riesgo. Estamos hablando de un sobrecogedor caso de envejecimiento espantoso con malfuncionamiento integral de los órganos. Su historial médico era aterrador y los análisis desvelaban las más diversas patologías: arritmia cardiovascular, tensión oscilante, descalcificación ósea, bronquitis crónica, aerofagia, por destacar las más acuciantes. Estando en el hospital sufrió varios infartos y fue operado de gravedad en diversas ocasiones por diversas roturas óseas. Tomaba un sinfín de pastillas por anomalías metabólicas y su delicadeza era notoria.

El propio doctor Gabriel me trajo al inspector Eustaquio a mi consulta al considerar la conveniencia de que me encargase de sus sesiones terapéuticas, pues se trataba de un paciente que sufría paranoia y desmesurados brotes de cólera e histerismo.

Habrían pasado más de ocho años desde que había visto por última vez al inspector Eustaquio en el restaurante “La Cacatúa” y el tiempo no le había tratado bien. Nuestro reencuentro en el hospital me supuso una fuerte conmoción al ver el intenso envejecimiento sufrido. Las repercusiones físicas de su prolongado secuestro por la guerrilla ecuatoriana en la selva de la Papaya eran evidentes, quedando tras esta mala experiencia en el extremo máximo de la decrepitud.

Su aspecto desvalido y frágil contrastaba con gravedad con la presencia y robustez del inspector que yo recordaba. La devastación física debida a la extrema penuria y malnutrición durante su encierro le había dejado al borde de la muerte en un estado lamentable de aspecto cadavérico y quebradizo que hería la sensibilidad al verle. No parecía quedar carne en el cuerpo y sus costillas quedaban perfectamente visibles. Estaba totalmente demacrado por infinitas arrugas en una piel adherida al hueso, y padecía una fuerte atrofia en los músculos de la cara, quedando rígida su expresión, algo desfigurado y asimétrico. La pérdida de masa corporal era cosa desconcertante, siendo notorio el encogimiento general de su cuerpo. Su piel se había vuelto de un color grisáceo pardo de aspecto muy poco saludable.

Su cabeza, desde atrás, no distaba en exceso a la visión de una patata gigante arrugada, blanda y pansida. El frondoso penacho de pelo resplandeciente que lucía en medio de la frente y que hacía enloquecer a las mujeres, se había vuelto apenas un pequeño foco de pelos desabridos diseminados, lánguidos en extremo que ocultaban sin éxito un cráneo amorfo y lleno de costras. Gran parte de sus arrugas se concentraban en la nuca, quedando tan estirada la piel en la frente que su puntiaguda nariz se le subía sorprendentemente. Le hicimos en el hospital una dentadura postiza completa que ayudaba en mucho en que su cara se viera más digna; no la llevaba el día que me lo trajo el doctor y asemejaba faltarle media cara.

Cuando finalmente acepté que se trataba del Inspector Eustaquio me abalancé sobre él, a pesar de causarme cierta repulsión, dándole un abrazo. Siempre había guardado un grato recuerdo del inspector y le tenía en la más alta consideración; al verle en semejante estado me invadió una intensa lastima, pero no quise dar muestras de mi desconsuelo. Si me reconoció al verme es cosa que no se podía deducir por su mirada, no hacia el más mínimo gesto de asentimiento ante mi insistencia en hacerle recordar. Parecía tener la mente en blanco, vacía de todo pensamiento o recuerdo. Nos miraba fijamente, con una expresión inescrutable.

—¿No se acuerda de mi? —le dije—. En el restaurante “La Cacatúa”. Usted salvó la vida a mi cerdo. Seguro que usted se acuerda. Era un cerdo muy hermoso que se llamaba Paco. ¿De verdad que no se acuerda?

Mirándonos con los ojos bien abiertos iba ladeando la cabeza como si con un pequeño hilo fuese siendo estirada hacia el suelo, hasta quedar ésta en posición horizontal, momento en que abrió la boca y quedó colgando su mandíbula desencajada sin un solo diente, dejando caer un leve babeo. Las piernas le comenzaron a temblar, primero despacio y después más fuerte, avanzando la convulsión hasta el cuerpo y de allí a los brazos. Cuando la cabeza recobró con un impulso su posición original agarrándose a la silla gritó totalmente desquiciado:

—Me vengaré, juro que me vengaré. No tenéis escapatoria. Pagareis con la muerte y los cuervos se comerán vuestros ojos. Yo mismo me los comeré.

Sufrió una cólera desbocada y extrema agitación, síntomas indudables del trauma reciente. Se revolvía en la silla de ruedas con una mirada delirante y asesina gritando incoherencias e insultos. Tal era la rabia que le dominaba que no tardó en desmayarse y quedó doblegado sobre la silla sacando abundante espuma por la boca. Auscultándole el doctor Gabriel confirmó tratarse de un desmayo.

—Braulio —me dijo el doctor Gabriel—, quiero que te encargues de vigilarle. Procura que se adapte bien y sobre todo que no se pasen con él los otros pacientes. Sácalo a pasear y cuídate un poco de él. Y ten en cuenta que se encuentra muy frágil. Cualquier golpe o incluso un cambio en la temperatura podrían ocasionarle la muerte.

—Puede estar bien tranquilo que haré lo que se encuentre en mi mano —contesté.

Y así se hizo durante el tiempo que estuvo a mi cuidado, tiempo en que el inspector Eustaquio fue mejorando visiblemente de los efectos del trauma.

Al llegar a la habitación que nos habían indicado quedamos sorprendidos por la ausencia del inspector Eustaquio. La habitación estaba desértica, la camilla abandonada y el aseo desocupado. Me quedé trastornado por pensamientos funestos y un sentimiento de horror me recorrió el cuerpo. Pudiera ser que se encontrara el inspector todavía en el quirófano y sugerí fuéramos a preguntar a la enfermera de guardia. El señor Laurencio especuló con una probable muerte.

—No anticipemos los acontecimientos ni pretendamos hacer adivinación de cosas que no sabemos —dije mirando fríamente al señor Laurencio—. Pueden ser muchos los motivos sencillos por los que el inspector no se encuentre ahora aquí.

—Braulio —me dijo el obispo mientras salíamos de la habitación pasando el brazo sobre mi hombro—, hace tiempo que te digo que el señor inspector está siendo llamado insistentemente a presencia del altísimo. No pongo en duda de que aún muriendo inconfeso encontrará allí el perdón que sus buenas obras se merecen.

—Algo en mi interior —le respondí— me impide creer, hasta que no lo vea, que el inspector está realmente muerto. Tendré que poner mis dedos en la llaga. Usted ya sabe que el señor inspector ha superado ya innumerables situaciones críticas y que ya otras veces hemos temido por su vida. No tiene nada de nuevo.

Las noticias de la enfermera de guardia vinieron a contradecir nuestras peores conjeturas confirmando que el inspector se encontraba mejor, pero que continuaba con respiración asistidas y sedado y que no había salido de la habitación.

—Disculpe señorita —le dije a la enfermera—. ¿Entonces es que lo han cambiado de habitación? No hay nadie en su cuarto y tampoco en el baño.

—Encuentro muy raro esto que me dice —dijo la enfermera—, pues yo lo dejé allí no hace mucho rato y él solo no puede haber salido. Será que no han mirado en la habitación correcta. Tiene que estar en la número cuatrocientos seis.

—Esa es la habitación de dónde venimos —la respondí—. Haga el favor de acompañarnos y podrá ver que no la miento.

Al volver a la habitación acompañados de la enfermera de guardia y tras hacer una inspección más detallada de la misma, encontramos detrás de un sofá al señor inspector sumido en un absoluto colapso de histeria. Al apartar el sillón nos sorprendió el señor inspector con un grito desmesurado, inconcebible para quien acaba de ser operado de la tráquea; era como el aullido de un lobo herido por un cepo. Revolviéndose como una lagartija retrocedió hacia la pared con una angustiosa expresión de desespero y quedó agazapado en la esquina con temblores y espasmos mirándonos fijamente. La agitación del inspector estaba fuera de control; sin duda no se le habían suministrado los analgésicos y sufría los dolores del postoperatorio tras la extirpación del píloro; chillaba con todas sus fuerzas y manifestaba síntomas de delirio con amagos de infarto cardíaco. Tenía el cuerpo empapado en sudor y al acercarnos para ayudarle sacó una jeringuilla con la que amenazaba a quién se le acercara.

Manteniendo una distancia de seguridad intentamos dialogar con él.

—Tranquilícese señor inspector, somos nosotros, sus amigos —le dijo el doctor Laurencio poniendo al máximo el volumen del magnetófono.

—¡No os acerquéis a mí hijos del diablo! —gritó ofuscado el inspector—. Vosotros no sois médicos ni nada parecido. Sois sólo una pandilla de mamarrachos. ¡Dejadme en paz! ¡Sinvergüenzas! ¡Alejaos de mí!

La enfermera nos solicitó abandonásemos la habitación asegurándonos que ella le daría al inspector unos tranquilizantes y lo devolvería a la cama. Más tarde, nos dijo, si el inspector se encontraba mejor, podríamos pasar a visitarle. Era sin duda la mejor solución, pues en su delirio el señor inspector nos había tomado por demonios u otras figuras atemorizantes. Sólo la enfermera consiguió disipar su temor y cogiéndole del suelo lo llevó hasta la camilla, dónde prosiguió gritando el inspector hasta que todos salimos por la puerta bastante desconcertados.

Las alucinaciones paranoicas del inspector habían sido cosa frecuente y cotidiana durante el tiempo que llevaba ingresado, pero hacía tiempo que había dejado atrás el pánico y delirio que le dominaba en sus primeros meses en el hospital. Sus recientes paranoias no pasaban de ser las meras conjeturas sobre el doctor Gabriel. Me quedé bastante entristecido al verlo recaer en semejante estado de histeria. Desde que lo tuve a mi cuidado no había dejado de mejorar y por ello había recibido numerosas felicitaciones del doctor Gabriel.

Me había dedicado a su cuidado como actividad principal, en una labor diaria y meticulosa. Si en su juventud se podía considerar al inspector persona severa, con los años se volvió despótico e intratable. El inspector, en un principio no se manifestaba muy dispuesto para las nuevas terapias; no contestaba en el psicoanálisis, y se negaba a intentar salir de la silla. Se mostraba arisco y se ofuscaba, un autentico demonio; respondía con insultos, y tardó mucho en aparecer el primer indicio de dialogo.

Vivía en un continuo estado de mal humor y ocasionalmente, al encontrar oposición a sus exigencias llegaba a atentar contra su propia vida. La rigidez de su rictus facial ayudaba en mucho a que sus muertes fingidas fuesen bastante convincentes y bastante difíciles de diferenciar de sus corrientes desmayos o de sus estados catalépticos. Llegar al grado de confianza necesario para la terapia supuso, además de mucho tiempo, un esfuerzo para ambos que derivó en una estupenda amistada y complicidad. Recuperó completamente la memoria de los sucesos pasados y fuimos progresando lentamente en una curación que veía cada vez más posible.

Aún en su vejez manifestaba signos de su gran inteligencia y perspicacia. No era nada fácil de engañar; siempre vigilante y sospechando. No había manera de hacerle comer la papilla. Dar de comer al señor inspector ha sido la más ardua labor que he tenido que afrontar en mi carrera profesional.

—Como se nota que no ha pasado usted hambre —le dije una vez.

—¿Qué no he pasado hambre? ¿Cómo te atreves a decir que no he pasado hambre? Lo que pasa es que no quiero que me den de comer a la boca, y menos tú.

—Pero no ve señor inspector que a usted se le cae todo por encima; que con ese tembleque no llega ni un poco de sopa.

—Sí, pero por lo menos no me meto la cuchara en el ojo.

Si fueron las angustias y sufrimientos lo que le había llevado a aspecto tan fúnebre, no habían deteriorado ni un ápice sus ansias de justicia; aún en silla de ruedas y con su aspecto de cadáver, como si fuese la versión geriátrica del motorista fantasma, deambulaba por el recinto sin desperdiciar oportunidad de asustar a alguien. Su avanzado estado de deterioro, bastante sordo y con la consiguiente falta de respeto que suscitaba ahora, quien en su día fuera el terror, tanto del malhechor como del que no lo era, le llevaba a manifestar su disconformidad con las injusticias más leves con exorbitante contundencia, siempre defendiendo aquello que consideraba justo. En el fondo seguía siendo todo un caballero y un ejemplo de distinción. Aún en pañales irradiaba un aura de elegancia que causaba admiración a todos los presentes.

Muy contrariamente a la opinión médica más extendida, el señor inspector decía disfrutar de una excelente salud de hierro y su optimismo acerca de su esperanza de vida era más que sobresaliente. Por dos ocasiones fue tenido por muerto, entró en coma súbitamente y de las dos se recuperó en menos de dos horas. Yo sufrí mil disgustos y preocupaciones y no pasaba un día sin ser alertado por uno u otro motivo: convulsiones espasmódicas, diarreas o vómitos. Sus diferentes achaques hacían temer continuamente su muerte, pero siempre se reponía milagrosamente y persistía en su opinión de todavía tener mucha cuerda.

Estuve una mañana hablando con el doctor Gabriel, desayunando juntos en la cantina, sobre los diferentes achaques crónicos que sufría el inspector.

—Los años no perdonan —me dijo el doctor Gabriel—. Yo mismo ya estoy para el arrastre.

—Pero no compare —le contesté—. Usted emana salud; está usted como un diente de ajo. Comparado con el inspector está usted hecho un chaval. El otro día el inspector sufrió un ataque de tos que pensé que se iba a morir. Los ojos se le pusieron rojos e hinchados de tanto toser, que parecía que se le iban a salir de sus órbitas y también le sangraba la nariz. Le suministré oxigeno y poco a poco se puso bien. Me preocupa mucho su salud.

—¿Cómo fue? —preguntó el doctor Gabriel—. Tendremos que hacerle un espectrograma.

—Bueno, no creo que haga falta; en realidad fue por mi culpa. Sin querer le rocié la cara con un spray para mopa de la señora de la limpieza.

—¡No me digas! Tienes que ir con más cuidado, hombre —dijo el doctor Gabriel.

—Lo siento mucho, no volverá a ocurrir. Fue un acto reflejo; se le puso una mosca sobre la nariz.

—¡Que desastre! ¿Se repuso bien?

—Sin ningún problema. Por suerte es un tipo resistente.

—Desde luego que su resistencia es inaudita —dijo el doctor Gabriel—. El inspector es un tipo realmente sorprendente. Hace tiempo que debería haber muerto. Cada día que sigue con vida, es para mí una sorpresa. Nunca pensé que fuera a durar tanto. Pensar que se escapó de la guerrilla y que cruzó la jungla por sus propios medios después de haber estado ocho años encerrado me desconcierta. Está claro que es un individuo de gran fortaleza y determinación.

—¿Cree usted que pueda tener algo que ver con las ganas de vivir?

—No lo pongo en duda; pero nadie puede vivir eternamente, por muchas ganas que tenga —dijo el doctor y quedó pensativo unos momentos con la mirada en el vacío agarrándose la barbilla—. Por cierto, hice los análisis del vomito del inspector. Se trataba de agua de piscina. ¿Sabes cómo puede ser eso?

—Pues no, la verdad. Pero ahora que pienso, estaba el inspector muy constreñido y con un humor de perros y aprovechando que se había dormido lo puse en la cola de las lavativas. Tal vez, por algún error le introdujeron el agua de una piscina. Tiene que ser eso.

—Pues la verdad que no veo posible que siendo introducida por el colón atraviese todo el tracto intestinal y sea regurgitada por la garganta. Eso es absolutamente imposible.

—Cierto. Pues la verdad que no lo entiendo. No se me ocurre como puede ser. Pudiera ser que sin yo estar mirando hubiese encontrado agua de piscina dentro de un barreño y que se la bebiese.

—Tampoco creo eso muy probable.

—Pues no sé.

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