2009/12/15

La monja y el monaguillo


Dedicado a pepsi



La monja de prominente mandíbula pasea por el claustro su ceño fruncido mirando con desconfianza a su alrededor. La sombra que enmarca sus gruesos labios y se expande por su hirsuta faz parece más densa y repulsiva que de costumbre, y los agujeros de su nariz, dilatados en extremo, aspiran bocanadas de aire con ansia y resoplan con rabia una suerte de contaminación. Su paso es firme, de grande zancada, con sonoros pisotones que forzosamente resuenan por el impacto de su descomunal corpulencia. Unas gruesas ancas peludas del tipo vacuno se ocultan bajo la desgastada sotana. El silicio, rasca que rasca, ha causado la expansión de un moretón crónico que se extiende hasta la nalga y el conjunto es de muy mal aspecto. Lleva toda la mañana dando vueltas buscando algún signo de conducta reprobable con objeto de aliviar la tensión que este día la tiene especialmente enfurecida. El intermitente parpadeo de su ojo izquierdo oculta por momentos un brillo iracundo que aterroriza a los monaguillos y hiela la sangre a las novicias. Ningún hombre se atrevería a luchar contra ella.

Su voz —¡Dios mío, qué horror!— es como el gruñido de un oso en una caverna; masculina y ronca como la del arriero cuando reclama un poco de agua para el burro.

—Pequeñajo, ven aquí —ladra la monja, exigiendo con un gesto raudo e imperativo la inmediata comparecencia ante ella de Paquito, que distraído cantaba en voz baja una canción que se le había metido en la cabeza.

—Monja mon ja mon ja mon jamón —cantaba Paquito, el angelical monaguillo que con su vocecita de ruiseñor destaca entre sus compañeros del coro.

El alma de Paquito, constreñida por una fatal impresión, abandona su cuerpo inanimado. Ni su incipiente juventud le permite soportar el síncope que sufre en este momento. La convulsión paraliza sus extremidades y cae al suelo como fulminado por una bala, sin tiempo apenas de gesticular un espasmo de horror. Su corazón ha dejado de latir y la sangre de su cuerpo se paraliza blanqueando su faz con un aspecto de muerte.

Con un último resquicio de conciencia ve venir a la monja hacia él y exclamando un alarido de pavor recupera el pulso con renovado brío. Se levanta con inusitada velocidad y corre despavorido por el claustro. El aliento apenas le basta para satisfacer el desbocado ritmo cardíaco que impulsa tan enérgica reacción. El corazón le oprime la garganta y en su cabeza resuena un redoble de tambor. Presa del pánico huye cerrando tras de sí el portón que comunica con la capilla.

La monja, que se queda impávida unos momentos, hace crujir su cuello con un movimiento antes de dirigirse tras él.

Entra la monja en la capilla. Su paso es sigiloso y apenas hace ruido al cerrar la puerta. Pero Paquito la oye. Está asustado y tiembla en un estado de nerviosismo cercano al infarto. Poco tiempo ha tenido para esconderse, aunque suficiente para constatar con horror que las otras dos salidas posibles se hallan también cerradas con llave. Se ha escondido tras el púlpito y está agazapado, ocultando la cabeza entre los brazos. No se atreve a llorar, pero su barbilla tiembla con inesperadas muecas y sus párpados acumulan lágrimas de angustia. Oye acercarse los pasos hacia él y sufre un calambre que le hiela el espinazo y se extiende como un relámpago obligándole a estira el cuello.

La monja se acerca al púlpito y lo rodea. Paquito, aterrorizado se arrastra hacia el lado opuesto, pero no tarda en oír a su espalda la terrorífica voz de la monja.

—Ven aquí, renacuajo.

A Paquito se le hace un nudo en la garganta y lentamente gira la cabeza para ver la expresión más terrorífica que verá jamás en su vida. Se agacha hacia él la monja con un aire de regocijo demencial, mostrando una sonrisa inhumana que no tiene nada de alegre. ¡Corre, Paquito, corre, que como te atrape la monja te va a dar una paliza que no te va a reconocer ni tu madre!

Paquito se deja arrastrar por los suelos llorando desaforadamente. El pobre niño las está pasando canutas. Está en un estado de shock y por un momento cree estar teniendo una pesadilla. La monja lo levanta estirándole de la solapa y lo mantiene bien enganchado. Salen de la capilla y se adentran por un profundo y estrecho pasadizo. A mitad de camino Paquito sufre un vahído y está a punto de caerse al suelo, pero la monja lo endereza de un tirón. Al final del pasillo, de un empujón mete al niño en una habitación donde arde el fuego en un hogar.

—Siéntate aquí y cómete estas galletas que estás muy flacucho.

Mientras come unas deliciosas galletas lágrimas surcan su rostro.


Fin

Muy amable, se lo digo de verdad, es para mí un grato placer que se haya tomado la molestia de leer este cuento que forma parte de los relatos de humor de mi autoría. Ciertamente he disfrutado mucho con su compañía.

Saludos.


8 comentarios:

  1. hola, guapo!

    Cada día tienes más bonito el blog. Te ha quedado súper elegante. No he tenido mucho tiempo para pasar, pero ahora ya lo haré más de continuo.

    Muchas gracias por este relato. Es un cuento precioso. Tiene de todo lo que a mí me gusta. Ese dominio de las exageraciones, tu humor, y sobre todo un bellísimo y tierno final. Es una combinación perfecta.

    Te mando un beso muy fuerte y ya aprovecho para desearte una feliz Navidad!

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  2. Tiene suerte ese Paquito. El único ser de este planeta que ha tenido la suerte de toparse con una monja como Dios manda. Sé de buena tinta que sus ejemplares se cuentan con los dedos de una mano. Una especie en peligro de extinción. ¡Ay, si yo hubiera pillado esas galletas! No habrían quedado ni las migas.

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  3. Gracioso final...

    Estudie en un colegio de monjas, desafortunadamente nunca me toco que me dieran galletas...

    Besitos, Besitas, y un Abrazo!

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  4. Hola, pepsi, te he dedicado muy gustosamente este relato a ti porque, aunque no nos conozcamos personalmente, me caes muy bien. También porque me gusta mucho como escribes. Y también por agradecerte tus siempre buenos consejos e impresiones, reflejos de generosidad y simpatía.

    Me alegra que te haya gustado. Te había dicho que te dedicaría un relato que tuviera las típicas pinceladas locas propias de mi estilo, y tal vez no sea este un ejemplo sobresaliente, aunque sí que tiene algunos ingrediente básicos de mis tramas. Este final, ya sé que no es muy sorprendente ni en exceso original, creo que le viene como anillo al dedo a la historia que quería contar. Me complace mucho que también pienses que es adecuado.

    Gracias, pepsi, por tu visita.
    Un beso
    Rafa

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  5. Tiene usted razón, doña María, tengo entendido que muchas de ellas esconden una navaja de dos palmos bajo la falda, y que incluso algunas llevan metralleta. Tengo la teoría que son una organización criminal encubierta y que son las causantes de la mayoría de los actos vandálicos callejeros que se producen por las noches.

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  6. Hola, Soler, bienvenida a este blog.

    Me alegra que te pareciera gracioso, tiene esa intención.

    Es una lastima, yo creo que una de las actividades principales que deberían tener las monjas es la de hacer galletas para los niños, sobre todo para los flacuchos y los que pasan hambre. Supongo yo que harán algo más durante el día que estar de rodillas sin hacer nada.

    Saludos
    Rafa

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  7. Un hermoso cuento, Rafa. A medio camino entre la sátira descarnada y la ternura encubierta, risueño, divertido pero al mismo tiempo dejando algo en qué pensar, una monja que se convierte en un personaje más que querible, y la sensación, al terminar la lectura, de que uno ha leído un cuento cuya lectura ha valido la pena más allá de la sonrisa

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  8. Me resultan muy gratas estas palabras, Esther. No es la primera vez que encuentro que has llevado la interpretación más allá de donde yo creía posible. Pensamientos que yo he tenido al escribir que no me parecía hubieran quedado plasmados en el relato parecen ser visibles para ti.

    Son siempre muy valiosos para mi tus comentarios y correcciones.

    Mil gracias, Esther.
    Saludos
    Rafa

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