2009/12/10

Capítulo XII


Se accionó la sirena al encontrar atasco cerca de la plaza de España y cruzando raudos las avenidas llegamos al emblemático edificio en donde se encuentran las oficinas del departamento de asuntos sociales. Me sacaron con rudeza del coche, subimos unas escaleras, atravesamos la entrada y cruzamos la recepción, las oficinas y finalmente entramos en una habitación donde una parte del personal administrativo cumplía con su trabajo lejos de la vista de la gente. Un cierto ambiente de sosiego había en la sala donde unas quince personas, mayoritariamente hombres, sin mucho entusiasmo escribían a máquina u observaban desmotivados la pantalla del ordenador.

—Mirad que pájaro os he traído —dijo el agente Langostino al cruzar por la puerta.

Llenos de júbilo exclamaron los presentes grandes risas al tiempo que aprovechaban para hacer un descanso en sus quehaceres. Aquel leve cambio en su rutina fue aceptada unánimemente con bastante contento. Humillado forcejeé y el agente Langostino me dio un golpe en la cabeza.

—Menudo ejemplar. ¿Qué ha hecho? —preguntó quien se sentaba en la mesa más próxima a la entrada.

—Casi nada en toda su vida salvo chupar del bote —contestó el agente Langostino—. Hace dos días prendió fuego al coche de su tío, con quien vivía; sus padres están desaparecidos, cosa comprensible. Ayer estuvo en la manifestación rompiendo escaparates. No sé si es más conveniente que lo vea un psiquiatra o que alguien le dé una paliza, pero le prometí a su tío que se le daría una última oportunidad, quería que alguno de vosotros le buscase un trabajo.

—Si quieres me encargo yo —dijo aquel mismo individuo.

—Perfecto —dijo el agente Langostino.

—Podrías haber dejado que se cambiase, con el pijama y las zapatillas hace un aspecto bastante demencial. Con estos pelos parece un marciano. ¿Y esta anilla de la nariz? Que cosa más rara. Chaval, ¿a qué tribu perteneces?

—Soy heavy metal. Pero tengo mi propia filosofía. En realidad practico la adoración exclusiva al bajista de KISS.

—A mí eso no me importa —dijo el agente Langostino— y si le quieres dejar un traje es cosa tuya. Intentó escaparse, o sea, que ten ojo. Aquí tienes su expediente. Ya verás que el chaval tiene delito. He quedado para merendar, ya nos veremos.

Se despidieron y se fue el agente Langostino dejándome a cargo del oficinista, que sentado a la mesa me miraba con una amplia sonrisa al igual que otros de sus compañeros. Aún con las manos esposadas a la espalda y con bastante esfuerzo conseguí abrir la puerta que había quedado tras de mí, momento en que advertí al otro lado al agente uniformado y la volví a cerrar. De nuevo hube de quedarme mirando como la completa totalidad de aquella sala se divertía y solazaba a mi costa. Se levantó de su mesa el oficinista e hizo un estiramiento y un bostezo, tal como si se acabase de despertar.

—Bien, pasemos a esa habitación —dijo el oficinista señalando con el brazo una puerta de la pared.

Sentados enfrente el uno del otro en una mesa de una habitación carente de todo elemento decorativo o funcional se presentó el individuo con el nombre de Lorenzo y abrió el expediente haciendo previamente un gesto de seriedad y compostura seguido de una sonrisa. Con una cadena había atado mis esposas a la silla, precaución excesiva del señor Lorenzo que era bastante más grande que yo. Encima de la mesa había una porra. Quiso, a medida que leía el expediente, yo confirmase mis datos personales además de otros puntos concernientes a mi expediente académico y laboral.

—Es el peor expediente escolar que he visto en mi vida. Has repetido muchos cursos. No te gustaba estudiar, ¿verdad?

—No, nunca me explicaron por qué tenía que aprender aquellas cosas y no me interesaban.

—¿Te sigues llamando la Peste Bubónica? —preguntó el señor Lorenzo.

—No, eso era sólo en el colegio y no lo decía yo, eran los otros.

—Ya veo que eras muy popular en el colegio, tu expediente está repleto de anotaciones negativas. ¿Es verdad que en sexto de EGB practicabas cantos satánicos invocando a Lucifer en clase de religión y que decías estar poseído?

—Sí, pero no era sólo yo —le dije—. Uno que se sentaba a mi lado era el que lo hacía más, pero siempre me echaban las culpas a mí. Un día el profesor de religión estaba detrás de mí sin que yo me hubiese dado cuenta y me retorció la nariz tan fuerte que no lo volví a hacer más.

—Menos mal. Y esto que dice aquí de que cuando el coordinador te encontró electrocutando sus canarios con dos cables y una pila de nueve voltios, en la huída saltaste por la ventana de un segundo piso rompiéndote las dos piernas, ¿no te parece un salto un poco arriesgado?

—Bueno, era un segundo piso, pero el terreno hacía pendiente y no era tan alto. Yo había visto saltar desde allí a un niño del colegio y pensé que por allí podría huir. Pero salté sin mirar y fui a dar justo donde había un pasillo. De suerte que no caí sobre nadie. Me equivoqué de ventana.

—Lo siento mucho pero lo encuentro muy gracioso, de verdad —dijo el asistente riendo bastante y sonándose la nariz—. Aquí dice que de resultas de la introducción de una piedra en el tubo de escape del coche de un profesor, cuando ésta salió disparada le rompió la mandíbula a la mujer del director. Suceso extraordinario. ¿Qué pasó? ¿Fue intencionado?

—No fue con una piedra. Fue con una canica, un ojo de buey de un niño de la clase y fue sin querer que jugando en el aparcamiento, quise probar si entraría por un tubo de escape y se fue para adentro; y al utilizar un palo aún se fue más y quedó atascada. Yo ya me había olvidado pero cuando pusieron el coche en marcha la canica salió disparada, entró por una ventana y dio en la cara a la mujer del director que estaba dando clase. Fue todo un cañonazo y la pobre quedó k.o. en el suelo. Me delató el propietario de la canica.

—Qué desastre. ¿Qué te hicieron?

—Me amenazaron con meterme en un reformatorio, pero al final no me hicieron nada. Estaba claro que fue sin querer. Yo pensaba que el coche no se pondría en marcha, pero fue al girar que apuntó hacia la ventana. Había, por lo menos, cincuenta metros. Hubiera podido dar en cualquier lado. Cosas que pasan.

El señor Lorenzo mantenía el buen humor y parecía divertirse bastante con la entrevista. Ante la insolidaridad crónica del señor Lorenzo cualquier suceso o desgracia de mi vida parecían ser cosa de chiste. Cuando le conté lo que había pasado con el coche y llorando le dije que mi tío no quería que volviese a vivir con ellos y le expliqué la situación de extrema necesidad en la que me encontraba debido a la traición de mi hermana, muy lejos de ponerse a llorar, parecía agradarle sobremanera.

La entrevista derivó en asuntos tocantes a mi aspecto, interesándose especialmente por los colores de mi pelo y la anilla que en aquellos tiempos gustaba de llevar en la nariz. Era en realidad una pieza de plástico sacada de un barco de juguete que tenía la apariencia del hueso. El señor Lorenzo encontraba bastante raro mi aspecto. Por aquel entonces, tengo que reconocer que daba excesiva importancia a mi imagen. Me teñía el pelo y me adornaba las ropas para tener un aspecto espectacular. Tener una larga melena era asunto principal y un rasgo de mi identidad que siempre había pensado me acompañaría hasta la muerte. Ambición por otro lado frustrada por la aparición de una claraboya.

Recientemente me había coloreado el pelo de azul y rojo formando unas crestas, pero con las prisas no me dio tiempo de acicalarme y de allí que se extrañara tanto el señor Lorenzo con mi aspecto. Sobre la anilla le respondí que se trata de un toque diferenciador, una señal de identidad. No es indicativo de ser mala persona, dije.

—Te puedo decir de antemano que no existe un trabajo al que puedas ir con estas pintas, salvo que sea en un circo. ¿Supongo que no pondrás pegas para cortarte el pelo y vestir de forma corriente?

—Pues supone mal y creo que dependerá en gran medida de lo que pueda usted proponerme.

—Pues como ya te he dicho no hay nada posible en esas condiciones. Entiende que desde mi departamento no vamos a mandar a trabajar a ningún lado a alguien con este disfraz. Cualquier opción exige normalizar tu aspecto.

—¿Y por qué no me pone en un pupitre por allí detrás, para que haga el pardal con todos vosotros? No hace falta que me vea nadie y me se muchos chistes. Aquí estáis todos chupando del bote de la manera más tonta. ¿No es así? Me hacéis pasar un examen para niños pequeños y me apunto a succionar de los impuestos de la gente. ¿Qué le parece?

Se levantó con calma el señor Lorenzo y mudando la expresión me dio un fuerte golpe con la porra en la cabeza. Por poco no me desmayo y estuve viendo chiribitas durante un rato. Es difícil explicar la humillación que se siente cuando uno es golpeado en la cabeza con una porra. Casi no me podía creer lo que había pasado. Pensaba que estaba tratando con una persona normal, con alguien campechano, de risa fácil. Se me encendió una señal de alarma, y me puse muy nervioso al darme cuenta que estaba atado encerrado con un energúmeno que me había golpeado con una porra sin el menor motivo.

—Se lo suplico, por favor, no me pegue usted más —le dije recurriendo un poco a la psicología para intentar calmarle—. Tiene usted hijos ¿verdad? No querría usted que se les hiciese daño, que sufriesen.

Se levantó otra vez el señor Lorenzo mirándome fijamente con los ojos desorbitados, como si hubiera enloquecido, y me golpeó con la porra hasta que se cansó; grité en demanda de auxilio, pero de todos los que se asomaron por la puerta ninguno me ayudó. Intenté escabullirme llevándome la silla pero la silla estaba enganchada al suelo y pudo golpearme el señor Lorenzo a placer, sin impedimento ninguno. Me golpeó por todo el cuerpo con bastante fuerza y tan sólo uno en la cabeza, el último, con el que me quedé mareado sentado en la silla.

—Prosigamos —dijo el señor Lorenzo secándose el sudor de la frente y jadeando bastante exhausto—. Te voy a buscar un trabajo y te aseguro muchacho que cuando salgas de aquí vas a tener menos pelo en la cabeza que una sandía.

La mirada del señor Lorenzo se había vuelto demoníaca e iracunda. Se le veía impaciente y nervioso, encolerizado.

—¿Prefieres que siga o que haga venir a un peluquero?

—Prosiga —dije ante el temor del cumplimiento de aquella severa amenaza.

Estuvo repasando unas fichas enmarcando con un círculo algunas opciones que él consideró de mi interés. Era claro que las buenas ocasiones laborales no iban a ser puestas en manos de ese descerebrado para que las repartiese a su criterio entre los desahuciados que por orden ministerial fuesen castigados con ellas. Las más de las diferentes propuestas que me ofreció rallaban la injusticia social y la sobreexplotación; trabajos en fábricas con contratos precarios y sueldos en consonancia, y en todos había que madrugar mucho.

—Prefiero ir a la cárcel —le dije—. Ya me puede usted pegar todo lo que quiera que yo allí no voy.

—Pues se ve que no era una paliza lo que a ti te hacía falta —dijo el señor Lorenzo tras haberse quedado en silencio durante el rato que me miraba fijamente—. Quédate aquí que ahora hablaras con un psiquiatra.

—¿Puedo ir al baño? Me estoy meando.

—Espérate —dijo saliendo por la puerta.

No tardó mucho en venir el agente uniformado para acompañarme. Cuando entré en el aseo me di un susto al verme reflejado en el espejo, y me di cuenta en qué había parado mi vida; me di cuenta, por primera vez que mi aspecto era grotesco. Todo en mi vida era grotesco. Comprendí que no era normal que a mi edad lo único que supiera hacer, más o menos bien, era tocar la pandereta. Vi reflejado una parte de mí que no veía normalmente y me sobrecogí al fijarme en la anilla de la nariz y por un momento comprendí lo extravagante que era para los demás. Comencé a reír. Una risa paranoica que no podía contener originada por un sentimiento de vergüenza que se manifestaba en el orgullo de ser tan especial y trasgresor. Me metí en el váter y cerré con el pestillo para no ver mi propio reflejo. Se debían oír desde fuera las risas pues empezaron a golpear la puerta. Yo no podía parar de reír. Cuando finalmente salí, había en el baño bastante gente mirándome fijamente. Yo ya me había calmado e incluso había tomado la determinación de aceptar la propuesta del señor Lorenzo. Me volví a mirar en el espejo, me lave la cara, me compuse los cabellos y esta vez quedé satisfecho con mi aspecto, aunque decidí no volver a ponerme la anilla de la nariz. Con calma absoluta dejé que me esposaran y fui llevado de nuevo a la habitación.

Cuando haría tal vez dos horas que llevaba abandonado en la habitación apareció por la puerta un señor elegante de unos cuarenta años. Se trataba del doctor Gabriel, verle entrar y confiar en él fue todo al mismo tiempo. Entró acompañado del agente uniformado, el cual, a petición del doctor Gabriel, me quitó las esposas.

—Hola ¿Cómo estás? —dijo saludando con la mano—. Soy el doctor Gabriel de Las Cuadras y un buen amigo mío me ha pedido que venga a ver qué puedo hacer por ti. Primeramente quisiera que me firmases este documento donde reconoces no haber sufrido coacción de ningún tipo.

—Pues el señor Lorenzo me ha dado una de palos que nunca antes en toda mi vida.

—Es precisamente por él que quiero que firmes esto; para que esté tranquilo. Nunca ganarías un pleito, pues yo mismo declararía en contra de ti. Preferiría que fuéramos amistosos.

—Ningún problema —dije firmando tras haber alcanzado el bolígrafo de gran categoría que el doctor me ofrecía.

Estuvo un momento el doctor Gabriel releyendo el documento mirándome de vez en cuando con una amplia sonrisa. Por lo visto aquella sala austera producía algún efecto euforizante entre los funcionarios. Tal vez acumulaba la carga positiva emanada en las entretenidas sesiones de tortura con que se divertían en aquel reducto burocrático de la inquisición.

—¿Cómo es que firmas con el dibujo de un pene meando?

—Tengo dos firmas, he optado por la más informal.

—Está bien —dijo el doctor guardando el documento—. Otra cosa. Me ha dicho el señor Lorenzo que has amenazado a su familia. ¿Estás pensado llevar a cabo algún tipo de venganza?

—Ni se me ha pasado por la cabeza. Yo sólo quería darle a entender que no está bien pegar a la gente. Quise hacerle ver lo mal que se sentiría si alguien pegase a sus hijos. Yo soy taoísta y sólo hago uso de la violencia en mi defensa o en la defensa del que yo quiera.

—Te creo —dijo el doctor—. Pues bien. Tengo una oferta para ti. Primeramente has de saber que el ayuntamiento es una entidad oficial que ha puesto una denuncia con cargos importantes hacía ti, podrías ir a la cárcel de cinco a diez años. Con un buen abogado tal vez tres o cuatro alegando demencia transitoria, aunque con tu expediente es difícil de creer. Además tienes antecedentes.

—¿Qué antecedentes? No sabía que tenía antecedentes.

—La moto que robaste a un vecino, aquí tengo una copia de la denuncia; una GSX 750 con la que, según dice aquí, chocaste con un autobús que pasaba en aquel momento por delante de la puerta del garaje. Suerte que te pusiste el casco.

—Y que lo diga; el casco quedó reventado. No vea usted como acelera aquella moto.

—Aunque no se te imputase ninguna pena por ser menor de edad cuenta como antecedente —dijo el doctor con media sonrisa y quedó un momento abstraído antes de proseguir.

Si yo diagnosticase demencia, no iras a la cárcel. Te meterán en un manicomio con una medicación. Tendrás que pernoctar y seguir unos horarios, pero tendrás tu tiempo libre e incluso una subvención de unas veinte mil pesetas.

—¿Esa es su oferta? —pregunté un poco indignado—. Yo no soy ningún demente ni cosa que se le parezca. Gracias por su interés, pero no me interesa. Dígale, por favor, al señor Lorenzo que quiero hablar con él.

—No me has entendido bien —dijo el doctor riendo complacido—. Esa no es mi oferta. Te estaba exponiendo las dos posibles opciones a las que te enfrentas. Yo te ofrezco una tercera y créeme que lo que te voy a proponer está fuera de todo uso y lo hago porque has firmado el papel y porque a pesar de todo encuentro que no eres mala persona. En cierto sentido pasarías a mi custodia y tus parientes habrían de firmar. Trabajaras en un restaurante de mi propiedad, cobrando, no mucho, pero cobrando, tal vez dos años, según conmutemos la condena, y no iras a la cárcel y no tendrás que pagar daños y perjuicios. Vivirás en un apartamento, tal vez para ti solo, y después de este tiempo tendrás el certificado de reinserción y quedaras totalmente limpio. Eso sí, si yo digo que te tienes que medicar lo habrás de hacer y estarás bajo mi supervisión. Y quiero que sepas que yo siempre doy un voto de confianza pero jamás dos. ¿Qué te parece?

—Que me place. ¿Dónde es?

—En el campo.

—Pues me place mucho más. ¿Tendré que cortarme el pelo?

—Pues yo no veo porqué, con tal de que lo lleves limpio y recogido a mi no me importa, pero todo dependerá de lo que diga Angelita; mañana te la presentaré. Es muy guapa pero tiene un carácter terrible.

—Justo como a mí me gustan —dije bromeando.

—Mañana los conocerás a todos.

Estuvimos un rato hablando sobre el oficio de camarero, que según dijo el doctor requiere práctica y sentido común. Él mismo trabajó de joven en ese mismo restaurante. Me acompañó a casa, habló con mis padres y encargó al agente uniformado, que atendía al nombre de Ruperto, pasar a recogerme a las ocho de la mañana para llevarme hasta el restaurante. Solicité que en lugar de las ocho fueran las diez y mi solicitud fue aceptada. Iba a ser mi última noche en el hogar; el cuarto, la cama, mis muebles, todo me pareció digno de ser añorado.


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4 comentarios:

  1. FELIZ AÑO NUEVO 2010!!!!!

    Saludos con sabor a comienzo de año!!!

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  2. Muchas gracias, Fete, igualmente.

    La verdad es que he empezado el año con una cierta resaca, pero no creo que se deba considerar un mal comienzo.

    Gracias, Fete. Que la providencia nos traiga suerte a todos.

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  3. Tremendamente diferente a todo.
    Los diálogos son, bueno, bestiales. Han habido varios momentos en que no sabía qué tono usabas.
    El bajista de los Kiss, ¡uf!

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  4. Hola, Igor, encantado de verte por aquí.

    Cuando escribí “El enigma de la cacatúa” me negaba a introducir signos de exclamación, para reflejar en cierta forma la mentalidad del narrador. No estoy seguro si es esto lo que quieres decir.

    He pasado a leer tu Antigua Vamurta y me he encontrado con una historia muy bien contada y de notable interés. Te añadiré a mi lista de novelas de amigos y así continuaré con la lectura más fácilmente.

    Gracias, Igor, feliz Navidad
    Rafa

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