2009/11/09

Capítulo XI


Aunque pudiera ser significativo que una vez, siendo pequeño, me mordiera un perro en la oreja cuando estaba de cuclillas con los pantalones bajados detrás de unos arbustos del parque, o que, posteriormente, el caniche de mi vecina muriese aplastado por una piedra, dilucidar su conexión con los hechos ocurridos en el restaurante “La Cacatúa” sería labor harto complicada. Aunque todo suceso es trascendente, tal vez germen insidioso que propicia los acontecimientos futuros, tampoco es mi intención la más mínima divagación sobre asuntos ajenos a la trama, tan solo en la medida que darán constancia de mi intrincada implicación en los trágicos sucesos del restaurante.

Dando tumbos va el hipopótamo sobre el escabroso lecho del riachuelo, tropezando innumerables veces rodando bajo el agua persiguiendo frenéticamente el rastro de la hembra en celo, el cual percibe con notable claridad, aunque a veces de uno y otro lado. Con más calma acecharemos el rastro mucho más difuso de estos recuerdos lejanos, haciendo un giro de tortilla argumental, que ha de ser esclarecedor para continuar por la senda estrecha que en penumbra vamos abriendo y poder alcanzar así la comprensión de las causas que provocaron los truculentos desastres y desgracias horribles a los que tuve que enfrentarme.

Como las corrientes del mar submarino, que grandes giros dan para volver, muchas veces, al lugar de donde vinieron, nos trasladamos retrocediendo por el espacio tiempo a otro momento y otro lugar, pues así lo quiere mi desconcertante musa en este momento de insomnio. ¡Aléjate de mí, bruja!

Durante los años de mi infancia estuve al cuidado de la familia de mi tío, el hermano pequeño de mi padre. De los motivos que tuvieron mis verdaderos padres para abandonarme cuando apenas cumplía los cinco años, no se tiene noticia ninguna. Lo que debía ser una estancia de apenas una semana se fue prolongando hasta que mis tíos se vieron obligados a denunciar la desaparición de mis padres, tramitando después los papeles de mi custodia. Perdí pronto la esperanza de volver a verles y sin quererlo animé el crecimiento de un fuerte odio hacia ellos, y llegaron a desaparecer completamente de mis recuerdos. Nunca he tenido el más mínimo interés por averiguar su paradero. Sus motivos o excusas nunca me han interesado. Mis verdaderos padres para mí son aquellos que encontré en la familia que me acogió.

Afortunadamente me habían dejado en buenas manos. Mis nuevos padres aun sin ser especialmente cariñosos, eran más ecuánimes y tolerantes que los auténticos. Me regañaban sin excesiva dureza y cumplieron bastante bien con su papel de padres. Me trataron como a un hijo con equidad y cariño. Formaba parte de un conjunto, de una interacción con los demás, donde todo fluía en un equilibrio idóneo que satisfacía mis necesidades, y donde encontré una hermana, que era apenas un bebé, para quererla como si fuera mía. Fue en realidad un cambio muy positivo.

Mi tío era profesor de lengua castellana en el mismo colegio donde cursé mis estudios primarios y de él adquirí el gusto por la escritura. Ya de joven di muestras de esta vocación; en realidad pequeños fragmentos de historias inacabadas surgidas de improviso por un irrefrenable anhelo de plasmar secuencias de la vida cotidiana. Hechos concretos que no quisiera olvidar. Una afición nunca en extremo compulsiva pero sí a rachas improductivas con amplios periodos de letargo; pequeños bosquejos diseminados en el tiempo que aunque humildes en su pretensión, manifestaban ya las pautas y compromiso de mi escritura. De los muchos del mismo tenor que escribí en mi juventud destacaré la breve narración de unos sucesos ocurridos en clase de historia cuando tenía catorce años, para evitar que junto con el resto sea relegado a un inmerecido olvido:

“Un niño con supuraciones de pus en la cara llamado el Boñiga se echa pedos delante mío, cosa que por lo visto da mucha risa. Con gusto le clavaría el boligrafo en el cogote. Mejor más tarde. ¡Silencio! Entra el profesor. La cara se le enciende con una expresión de horror y brama con desespero: ¿Dónde está el borrador? En la pizarra hay escrito caca, mierda y culo, junto con algunos dibujos alusivos. ¿Quién ha sido? ¿Dónde está el borrador? El alumnado palidece cabizbajo. Al ser preguntado, el principal sospechoso acusa al delegado de la clase, el cual, desconcertado, manifiesta su inocencia. Todas las miradas se dirigen hacia mí cuando el Boñiga, el repugnante saco de mierda que tengo delante, asegura que he sido yo. Le dirijo sin éxito algunas patadas por debajo de la mesa.

El profesor festeja con alboroto la aparición del borrador en mi pupitre y entre gritos de júbilo, intercala amenazas inadecuadas para quien ejerce labor docente: ¿Quieres que te toque el culo? ¡Te voy a poner el culo como un tomate! Disuadido por mis suplicas y lamentos se retira victorioso. Entusiasmado escribe con una mano mientras con la otra borra en una cadencia cansina e interminable”.

Mi padre, es decir, mi tío, era persona de notable gusto por la naturaleza e intentó intercalar en la educación de sus hijos el respeto por los animales. Hubiera llevado a buen término esta intención de no haber ocurrido un desgraciado acontecimiento trascendental. El origen de un trauma que he arrastrado toda mi vida y que provocó tuviese que ser encerrado con una camisa de fuerza.

Quiso mi padre, con toda la buena intención del mundo, que en el pequeño corral de casa, media docena de gallinas y un pollo dieran rienda suelta a su estrambótica existencia. Por la ventana de mi cuarto, en el piso de arriba podía ver como aquellos animales indecentes, sucios y escandalosos, movidos únicamente por instintos primitivos, arrasaban la tierra esparciendo sus excrementos sin ningún comedimiento. Yo era diariamente despertado por los alaridos que este tipo de pájaro gusta de hacer ya incluso antes de que salga el sol y esta molestia, por si sola excesiva, vino a llegar al punto que un día de verano, muy de mañana, al despertarme, encontré un huevo sobre mi almohada. Lo cogí y girándome para dejarlo en la mesita vi que en mi cama, al lado de mis pies, había una gallina acurrucada. En este momento entró el gallo en mi cuarto cacareando intensamente, quedándose en el alféizar de la ventana. Me miró, luego miró a la gallina y después al huevo y entonces me atacó saltando sobre mí agitando las garras. La acometida del gallo me hizo en la cara importantes arañazos y salí corriendo despavorido de la habitación cayéndome por las escaleras. Estuve a punto de morir de septicemia entre delirios causados por la intensa fiebre.

Desde aquel día desarrollé una fuerte repulsión hacía las aves de corral y su simple cercanía, aún muertas, me sigue produciendo un sobresalto y nausea que incluso a veces me paraliza. No me ocurre lo mismo con los pájaros, gráciles y elegantes sobre las demás criaturas, pero algo en las gallinas y otras aves terrestres me resulta nauseabundo; tal vez la manera con que se revuelcan en la tierra con su plumaje atrofiado o el cacareo, a mi parecer agónico, de un bicho inmundo, amorfo y regresivo. Puedo comer pollo sin ningún problema, la repulsión desaparece a medida que es cocinado; asado lo encuentro exquisito.

Mi nueva madre era una gran ama de casa a la que le encantaba cocinar, la limpieza y las labores del hogar. Era persona un poco áspera y reservada aunque recuerdo momentos felices en navidad y momentos gratos junto a la familia reunida. Entrañables recuerdos dispersos en inmensas lagunas mentales.

Un día apareció por casa la suegra de mi padre y madre de mi tía, una auténtica pécora que se quedó para implantar su tiranía a base de malas artes, mentiras y manipulaciones. La abuelita, que así la llamábamos, era mujer de férrea educación moralista, severa e intransigente, muy atenta a los asuntos que no eran de su incumbencia, y erradicó con su malhumor cualquier esperanza de placido convivir. A mí me tenía crucificado y me daba autentica pesadumbre; estaba todo el día en casa vigilante, indagando signos de desorden e irregularidad, registraba mi cuarto y tiró a la basura algunas de mis cosas. En su actitud despótica no podía evitar una clara preferencia por quien era portadora de su sangre, mi hermana, a la que trataba con gran cariño y consiguió poner en mi contra.

Pasaron los años y siendo ya mayor, la capacidad motriz de la abuela se vio mermada y postrada en una silla de ruedas; aun siendo capaz de levantarse, se dedicaba a hacer calceta con expresión furibunda y mirada desquiciada. Su mente estaba desconectando progresivamente del mundo que la rodeaba al tiempo que se borraban los recuerdos de su memoria, aunque persistía en su actitud quejica y malhumorada.

Durante su prolongada convalecencia se dedicó a tricotar incesantemente. Después de algunos experimentos aborrecibles en la cocina, su manera de sentirse útil era principalmente coser y zurcir, y entre todos procurábamos que la abuela no se quedase sin nada que hacer. Cuando terminaba de tricotar alguna prenda, normalmente un fiasco, su hija deshaciéndola formaba un nuevo ovillo para que pudiese confeccionar otra. De igual manera, ella misma, cuando no tenía nada que hacer, iba deshaciendo una bufanda al tiempo que la reconstruía por el otro lado. Esta bufanda, hecha de retales tendría unos diez metros de longitud. Solamente de algún casual hacia alguna prenda con alguna lógica. Tricotaba sin pensar demasiado, mirando de un lado a otro en busca de la oportunidad de manifestar una queja o improperio. Jerséis con tres o cuatro brazos o para dos cabezas dejaron de ser una rareza. A veces empezaba un jersey y terminaba una bufanda. Su pensión era uno de los ingresos importantes de la casa por lo que lana no debía de faltar.

—Abuelita, que me podría usted zurcir, por favor, este calcetín —le dije una apacible tarde de invierno estando ella frente a la estufa—.

—¡Quita esta porquería de mi vista! —dijo la abuelita con un tono exaltado—. Primero los lavas. Y como vuelva a ver un calcetín sucio en mi cesta de la lana nunca más te volveré a coser un calcetín ni otra cosa.

Un día la abuela decidió no coser más. Sin razón aparente irrumpió en un estado de angustia e insatisfacción, a pesar de lo sosegado de su existencia, y con grandes gritos y aspavientos anunció nunca más volver a coserme nada.

Los aleatorios cambios de humor en la gente de edad es uno de los aspectos que esta historia pretende someter a profunda reflexión, y aunque parezca cosa graciosa es asunto preocupante en extremo. Hube de llamar a una ambulancia y es posible que de esta manera hubiese conseguido prolongar algún tiempo la vida de la Abuelita, pues nada más llegar el camillero fue afectada por un repentino ataque de histeria por lo que tuvo que ser atada a la camilla, mientras forcejeando con mucha violencia llamaba a gritos al anticristo y al hijo de Satanás; tardaron dos meses en darle el alta. Pasaba el tiempo y la unidad familiar, aún con ciertas tensiones, sobrevivía con buena salud.

Una mañana de invierno cuando yo debía de tener unos veinticinco años, excesivamente temprano y estando sumido en un profundo sueño, fui bruscamente despertado por el revuelo que una buena noticia había causado en el frágil ánimo de mis familiares. A pesar de lo intempestivo de la mañana, apenas pude mantener la compostura cuando mi hermana pequeña, normalmente arisca, con lágrimas de felicidad me decía que nos había tocado la lotería y que había venido un señor para darnos el premio.

Qué conmoción. Un milagro. Las aguas del mar rojo se abrieron para que los israelitas pudieran alcanzar la tierra prometida. Una lluvia de sapos ha caído del cielo y los niños hambrientos del desierto pueden finalmente comer a gusto. Algo mágico, algo prodigioso. El sobresalto que sufrí fue tremendo. Por poco me podía creer esta subvención milagrosa que como un regalo del cielo venía para socorrer las dificultades económicas por las que atravesaba la familia. La fuerza del destino por fin había desvelado su propósito escondido. Nuevas metas circularon por mi cerebro. La alegría estalló en mi interior y comencé a saltar y a bailar encima de la cama llevado por un frenesí y excitación nunca antes experimentados.

Llevaba años enfrascado en una total falta de objetivos. Cobraba un exiguo sueldo de la Seguridad Social debido a una lumbalgia crónica que había prolongado sus molestias y condicionado mi vida. Pasaba el tiempo y una tras otra fueron sumidas a profundo letargo todas mis esperanzas de futuro y vivía con desanimo mi improbable incursión en el mundo laboral. Aunque prudente, en mi fuero interno sabía que a partir de aquel preciso instante una vida nueva comenzaba para mí. En mi cabeza se alborotaban infinitos pensamientos de gran dicha y especulaciones diversas de gran derroche y lujo.

No es que nunca me hubiese puesto a pensar que pasaría si la vida me beneficiase y en qué gastaría el dinero. Miles de veces había ensoñado con una vida de éxito, excesos y fantasías. Mi hermana pequeña estaba pletórica de alegría y recorría el pasillo bailando y cantando. La voz de la abuela entonando cánticos incongruentes se dejaba oír desde el piso de abajo, junto con un cierto bullicio; también los ladridos del perro y el sonido de un tambor.

Sufrí un ataque de alegría con una euforia desbocada. La extrema excitación generó una enérgica reacción insólita por la que salí despedido de la cama así como si fuera un misil gritando de alegría desaforadamente. Desatendiendo todos los rituales matutinos típicos y ciertos preámbulos higiénicos, como lavarme la cara o cambiarme el desgastado pijama por alguna muda más elegante, me dirigí a la velocidad máxima de las chancletas hacia allí donde se oía el tambor, canciones y risas.

Llegando a la sala, completamente eufórico, tras dar un salto olímpico por encima del perro, le pedí a la abuela que parase un momento de tocar el tambor, y abracé con fuerza al señor trajeado y bastante serio que allí estaba. La impaciencia que yo sentía en ese momento contrastaba en extremo con la serenidad del que traía el premio, que parecía maldecir profundamente tener que dedicarse a un trabajo tan poco agradable, separándome de si con un gesto hosco y desabrido. Mi hermana cantaba y bailaba alrededor de mis padres que manifestaban en sus caras una cierta perplejidad.

—Bienvenido usted y la divina providencia que a esta casa le ha enviado —le dije al hombre elegante haciendo una cortes reverencia—.

—Me alegro de que se lo tome usted así. Es usted Braulio, ¿verdad? —dijo con un tono arrogante, mirándome con cierto desprecio—.

—Sí, yo mismo, el numero one, el mejor de mi habitación —contesté—. El non plus ultra de la acción.

—Creo que la denuncia que traigo conmigo no es para tomársela tan alegremente.

—Bueno, no se preocupe, la denuncia la pagaremos con los millones —le dije—. ¿Cuánto nos ha tocado?

—Pues tal vez cinco o seis años de cárcel.

Quedaba cada vez menos conveniente la sonrisa de mi cara a medida que advertía que en realidad, este eficiente confidente estatal, delator comprometido e indagador de las incorrecciones humanas, no había venido a hacer entrega de ningún premio, sino con una orden de arresto por motivo de mi reciente participación en una manifestación que había causado graves daños en el mobiliario urbano y a la propiedad privada. Dijo llamarse Rodolfo Langostino, cosa que no me atrevo a asegurar, pues pudiera ser que yo no le hubiera entendido bien.

En ese momento me llevé una de las mayores decepciones de mi vida, aunque por ello siempre podré decir que por unos momentos sentí lo que es ser millonario. Los pensamientos que pasaron por mi cabeza en aquellos momentos eran de un odio frenético junto a imágenes de suplicio y escarmiento de mi hermana y así se lo hice entender con una mirada.

Estaba siendo acusado de participar en una movilización justa encauzada a reivindicar el derecho al trabajo de la mujer y en reconocimiento a la mujer trabajadora, cosa que a mí, no sólo me parecía bien, sino cosa en todo punto fantástica. La manifestación congregó a centenares de personas que recorrieron las calles del centro de Palma para acabar en la plaza de España. Unos megáfonos y unas pancartas proclamaban la lucha contra la discriminación laboral, e infinidad de curiosos y transeúntes se vieron obstaculizados por el venir de las gentes insatisfechas, que había de soportar que sus mujeres estuviesen todo el día en casa tocándose la cotorra o gastando la tarjeta en caprichos innecesarios.

Aquella misma tarde estuve celebrando con algunos amigos el haber suspendido primero de BUP por tercera vez consecutiva y nos sumamos al bullicio de la manifestación, convirtiéndonos rápidamente en la facción más alborotadora y radical. Junto con otros manifestantes tumbamos contenedores de basura por en medio de las calles, lanzamos algunas piedras a los escaparates y otros actos de bestialismo propios de las manifestaciones y convenientes para destacar el disgusto y desaprobación del pueblo reprimido. Mis amigos, al anochecer, me acompañaron hasta casa y al encontrarme ya en la cama, pude oír cómo me cantaban repetidas veces desde la calle “es un muchacho excelente” y eso que no era mi cumpleaños.

El agente Rodolfo Langostino, con gran prosopopeya, como si allí dentro estuviese el dinero, abrió el maletín y extrajo un expediente en el que junto con sustanciosas declaraciones de mis propios familiares, se incluía un desfavorable parte médico que ponía de manifiesto la falsedad de mi lumbalgia crónica, delito por el cual podía ir a la cárcel. Pasando unas páginas cuantificó las pérdidas de los destrozos que me atribuía en siete millones de pesetas, diciendo tener innumerables testigos y traer denuncias firmadas por más de treinta personas, muchas de ellas de empresarios y gentes respetables.

Enseguida que comprendí la gravedad de la situación una corriente ascendente de ácido gástrico consiguió emerger de mi estomago llegando hasta la laringe al tiempo que el filo invisible de una navaja me atravesaba el pulmón desde la espalda. Tras unos vahídos gesticulé una extrema náusea y sentí una convulsión muscular en la cara que me cerraba un ojo elevándose el moflete. Me retorcí con unos espasmos y con dos grandes zancadas alcancé la puerta de la cocina, con la intención de escapar por ella. Correr sin parar era mi propósito de no habérmelo impedido un agente uniformado que aguardaba fuera de la casa, el cual me agarró con fuerza, tal como la cría del macaco cornudo se agarra a la panza de su madre cuando ésta se sube a un árbol.

Forcejeé lo más que pude sin ningún éxito. Fui reducido al suelo, retorcidos los brazos y esposado con bastante dureza. Una rodilla aplastaba mi cara contra la terraza del patio, restregándome el moflete contra el moho y la hojarasca que allí había. De forma inmediata comencé a suplicar clemencia y vociferar mil tipos de disculpas. Un llanto sincero conturbó mi ánimo y manaron de mis ojos con un caudal sobresaliente, lágrimas de profundo arrepentimiento. Reconocía el mal que había hecho y sufría por ello. Mis palabras anunciaban con auténtica aflicción la firme promesa de no volverlo a hacer.

El agente Langostino tenía el corazón más seco que la pierna de un romano. La lagartija del desierto siente más candor pinchándose con la púa de un cactus que el acicalado agente Langostino ante una escena tan dramática. Su rostro de granito apenas mostraba síntoma del desprecio y la soberbia que impulsa, con cada latido, la sangre de su cuerpo. Repulsión y desgana eran los únicos sentimientos que compartía, y aún así en pequeñas dosis. Con su mirada reseca carente de todo rasgo de humano sentimiento, se agachó y mirándome fijamente a los ojos me dijo:

—Está claro que eres un pájaro de cuidado. Un auténtico pajarraco. Pues bien, debes de saber que a partir de ahora voy a estar pendiente de ti. Cualquier cosa que hagas puede inclinar la balanza hacia un lado o hacia el otro. Primeramente iremos a ver un asistente social y tú y yo pronto nos volveremos a ver. A la menor noticia que tenga de que te has portado mal te vas a la cárcel.

En tal momento de desdicha es conveniente poder recurrir a la familia que a uno siempre le apoya en los momentos difíciles. Quedé mirando fijamente a mi tío con ojos suplicantes, compungido y lloroso aplastado en el suelo, esposado, incapaz de moverme. La abuela seguía tocando el tambor y mi tío, acercándose, poniendo una mano sobre mi espalda me dijo:

—Braulio, hijo, un hombre tiene siempre que afrontar las consecuencias de sus actos. Es tu deber pagar por lo que has hecho, y como no tienes dinero para pagarme el coche nuevo, es mejor que vayas con este señor y que no vuelvas jamás a esta casa. Ya te había dicho que no hicieses nada en el garaje estando el coche dentro. Siento mucho que tenga que ser así. Dentro de unos años, si has conseguido dirigir tu vida quisiera pensases que era lo mejor para ti. Aquí no podemos hacer nada más por ti.

Fueron muchas las disculpas que le di a mi tío en su momento por haberle quemado el coche. Fue un desgraciado accidente absolutamente involuntario que quemó el coche y el garaje. Llegaron a tiempo los bomberos de evitar que el incendio alcanzase la casa, aunque los destrozos en ella fueron notorios; grandes grietas se extendían por la fachada, teñida de hollín. El garaje y el coche eran puro carboncillo; un amasijo de desechos, imposible de adivinar lo que en su día fue. El fuego fue debido, por si su mención puede ser significativa, a un pequeño estropicio artístico. Tenía una careta de goma de un gorila que había repintado para darle un aspecto más amenazador y que al no haber quedado muy bien, decidí dar soplete con la esperanza de obtener así el efecto deseado. Cuando se encendió como una bola de fuego, con gran sobresalto y la ayuda de un palo la metí en un cajón del banco de trabajo, confiando que la falta de oxigeno apagase el fuego; pero perece ser que el cajón tenía un amplio respiradero en la parte de atrás por donde comenzaron a salir intensas llamas, avivadas por los diferentes elementos volátiles que había en el cajón.

Acercándose el agente Langostino dijo a mí tío:

—Tendrá noticias nuestras cuando sepamos qué dice una asistente social y no se preocupen por él que estará en buenas manos—.

Levantándome los policías del suelo por los brazos me llevaron arrastrando hasta la furgoneta, donde me dejaron en el asiento trasero con cierta rudeza. No había manera de escapar. No funcionaban los tiradores de las puertas ni se bajaban las ventanillas. De camino a la comisaría quedé sumido en tristes y profundos pensamientos. La completa desolación de mi vida se extendía por los sinfines del espacio conocido provocándome una absoluta tristeza que se reflejaba en el cristal con una mirada vacua y sin espíritu por la que circulaban dos ríos de lágrimas. Cruzaba fugaz sin apenas advertirlo el paisaje del mundo que me rodeaba de la misma forma que una medusa vaga por el océano impulsada por la corriente, y es tal su apatía y dejadez que no le importa estar viva o muerta. Una disección en lo profundo de mi alma desgajaba a pedazos mis ganas de vivir y allí donde yace la esperanza se extendió una oscura mancha de dolor insoluble.

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5 comentarios:

  1. rafael como estas tanto tiempo yo aca poniendome al dia con todo mis saludossss.

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  2. Gracias, Mónica, por pasar a verme. Saludos.

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  3. Gracias Rafa por pasarte por mis cuentos y dejar un comentario.
    He leído tu relato con la sonrisa en la boca al mismo tiempo que cierta amargura en el corazón. Manejas muy bien el lenguaje cosa que me gusta mucho en los escritos y la obra me ha parecido un poco esperpéntica, a mi humilde entender. Me ha llevado a recordar, en un grado más leve, a las historias disparatadas de la película "La naranja mecánica". No sé, pero mientras leía, imaginaba al protagonista de la película.
    Creo que eres un buen escritor, leeré más cosas tuyas pero con calma. Creo que tus escritos no son para leerlos con prisas, hay que madurarlos. Si quieres puedes pasarte por el foro donde participo con el nombre de "Xanino" es:
    www.sololiteratura.creatuforo.com
    hay mucha amistad. Un abrazo. MAGDA.

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  4. Hola, Magda, me alegra verte por aquí. Muchas gracias por leerme y comentar.

    Comprendo lo de esperpéntico, aunque he procurado no salirme de un realismo comprensible. Dices que se debe madurar, y en verdad espero que no más de lo que se merezca. He procurado no descuidar detalles que tal vez no se adviertan fácilmente.

    Mi personaje es bastante diferente al de la película, y no hay atisbo de maldad en su conducta, pero, puede ser que esto no quede bien reflejado en los primeros capítulos. La simpatía por el personaje puede tener muchos puntos de vista, pero no es un provocador.

    Muchas gracias Magda por la invitación. Sin duda pasaré a veros.
    Rafa

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  5. Qué duro, Rafa, qué duro. He sentido angustia. Ya sé que es en clave esperpéntica, de humor ácido, pero el sustrato es la realidad, nuestra realidad. Y en algo, o en demasiadas cosas, me he sentido identificado.
    Excelente retrato del joven sin grandes esperanzas, como muchos. Quizás no estés tan alejado de la literatura realista como pueda parecer.
    Como siempre, grandes momentos.

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