2008/12/20

Capitulos del VI al VIII


Capítulo VI

Poco a poco fui entrando en consciencia de mi enfermedad, sin duda porque los síntomas eran cada vez más obvios. En una primera fase de la enfermedad me sorprendía a mi mismo en actitudes incoherentes, sin saber bien que estaba haciendo; subido a un árbol, escondido en un armario o debajo de la cama. Era como un despertar, y la primera pregunta que me venía a la cabeza era: ¿Qué demonios estoy haciendo aquí? No recordaba cómo había llegado, ni tenía el más leve recuerdo de premeditación. Muchas veces tenía contusiones y arañazos que no sabía cómo me los había hecho.

En una ocasión, en el comedor del hospital tuve un despertar mientras estaba en el suelo rodeado por un grupo de enfermos mentales, golpeándome todos ellos con inusitada furia. En el tiempo que duró esta desigual batalla, revinieron los recuerdos a mi mente y pude recordar haber estado provocando con insultos a los pacientes de otra mesa durante el desayuno, lanzándoles también diversos alimentos. También recordé el momento en que perseguido por ellos fui finalmente acorralado.

A partir de entonces la enfermedad mudó y le siguió una prolongada fase en que no podía evitar que mi cuerpo actuara por si mismo, contraviniendo mis intenciones, perdiendo yo la facultad de dirigirlo, es decir, que se movía y actuaba en contra de mi voluntad. Miraba mi propia mano haciendo círculos, girando ella sola, sin yo poderlo evitar, viendo despavorido como ésta golpeaba con gran fuerza en la cabeza del paciente que comía a mi lado. Insultos desmesurados a los enfermeros salían por mi boca cuando mi intención era saludar o decir cualquier cosa agradable. Desconcertado me quedaba cuando mi cuerpo, siguiendo sus propios impulsos, corría y saltaba por el parque; sufriendo mi mente, en el interior de un cuerpo desbocado, los vertiginosos saltos y terribles caídas que yo mismo me producía. Era como una pesadilla. Chocaba con las paredes y sufrí diversas lesiones de bastante importancia.

He querido dar noticia previa de esta patología que sufro por un simple acto de sinceridad. Como narrador de esta historia y testigo presencial de los sucesos ocurridos en el restaurante “La Cacatúa”, quisiera poder asegurar la absoluta veracidad y fidelidad de los hechos, cosa que desgraciadamente, después de esta terrible noticia no puedo hacer. Mis recuerdos son los que aquí se expresan, mis experiencias junto al inspector Eustaquio y las peripecias ocurridas muchos años atrás, todo ello sujeto a mi criterio y opinión, tal vez criterio insensato, incluso demente, pero en todo momento sincero.

En defensa de mi testimonio he de decir que la mayor parte de mis apuntes son previos a este diagnostico reciente que me inhabilita para el ejercicio de la psiquiatría y corresponden a aquellos años en que mi reputación y profesionalidad estaba fuera de duda. Numerosas grabaciones e incluso un manuscrito del inspector Eustaquio darán fe de la veracidad de este relato. No considero sea un factor que haya influenciado negativamente en la credibilidad de esta historia, ni alterado su veracidad.

Quisiera también que supiese usted que para mí, llevar a término este relato, es cuestión principal, más firme que una promesa. Me impulsa, por encima de cualquier otra consideración, compartir con el mundo la maravilla de conocer al inspector Eustaquio Trompeto, al Obispo Juana Mari y el doctor Gabriel, dignos ellos de alabanza por encima de los demás mortales. Si hubiera sido alcanzado en el terreno de combate por el estallido de una bomba que hubiera caído en mis brazos y con gran dolor advirtiera, con el esternón destrozado, desparramarse mis vísceras sobre la tierra, no vería con más claridad próxima mi muerte como siento esta obligación inexcusable. Me oprime en el pecho y lucha por salir este testimonio surgido del afán de conseguir el inmortal recuerdo de estas personas admirables. A la posteridad me dirijo, para su asombro y desconcierto ante las notables gestas habidas en este tiempo. ¿Cogerán ellos el relevo y en un futuro aparecerán otros que puedan igualar tal extremo de arrojo y entrega a causa noble? Mucho me temo que tal cosa no sea posible, dado los desmesurados extremos de los meritos de estas personas.


Capítulo VII

En el hospital “La Soledad”, edificio inmenso rodeado de cuidados jardines, el doctor Gabriel llevaba a cabo sus rutinarias proezas merecedoras de eterno reconocimiento. Yo nunca me dejé de asombrar, no tan sólo de su extraordinario conocimiento de la ciencia, sino también de su notable dedicación y entrega al cuidado de los pacientes. Era el responsable del departamento de psiquiatría además de uno de los principales directivos del centro y cirujano experto.

Vida sorprendente la del doctor Gabriel repleta de innumerables intervenciones milagrosas, cuando toda esperanza estaba perdida. Muchas fueron las familias que honraron con presentes y visibles muestras de agradecimiento la eficacia de sus tratamientos y acierto de sus diagnósticos. Aún en los casos más simples mostró siempre el doctor Gabriel su natural solidaridad con el sufrimiento ajeno y consideración con los problemas de la gente.

Siendo insuficiente para satisfacer su inmensa benevolencia las innumerables asistencias y satisfactorias curaciones de su actividad diaria, complementaba estas buenas acciones apadrinando jóvenes con problemas y participando en innumerables obras de caridad. Entre las numerosas personas que gozaron del altruismo sin medida del doctor, creo que fui yo el más beneficiado por su infinita bondad. Así como las manivelas que en una intersección de las vías dirigen al apresurado tren en una dirección o en otra, y que de hacerlo mal podrían dar lugar a una fatal hecatombe, influyó el doctor Gabriel en mi vida.

El doctor Gabriel era el propietario del restaurante “La Cacatúa”. El restaurante funcionaba bien, pero lejos de pensar en su rentabilidad, el doctor Gabriel lo utilizaba para ayudar a personas con problemas a integrarse en el mundo laboral. Tal era mi caso y aquel trabajo, aun extenuante y muy poco adecuado a mi temperamento, fue gracias a la intervención piadosa del doctor Gabriel para permitirme salir de un difícil trance. Dos años, en realidad, de dura condena, obligado por un acuerdo con el doctor Gabriel, fue el cómputo total de días de insufrible penitencia. Fue un trabajo muy duro del que no obtuve graficación sino conocerle.

Goza el doctor Gabriel de gran respeto y estima entre el personal médico. Basta con mirarle a la cara para darse cuenta de que su aparente seriedad está repleta de humanidad. De más joven era bromista y bastante sarcástico, pero con la edad se volvió un tanto apático, tal vez lacónico. Aún así, pocas palabras le bastan para mantener alta la moral del personal; siempre las palabras correctas de ánimo y estímulo con las que ejerce tal influencia que uno no ceja en ofrecer lo mejor de si mismo, superándose día tras día. Cualquier uno de mis antiguos colegas, médicos reconocidos y loables todos por meritos propios, deben en mi opinión todos sus logros al apoyo y dirección del doctor Gabriel.

El Obispo Juana Mari, atribuyéndole cualidades divinas y consciente de la santidad del doctor, ante su presencia se tumbaba en el suelo extendiendo sus extremidades, y aclamaba al doctor solicitando el perdón de sus pecados llorando intensamente como un recién nacido. El doctor Gabriel de cuclillas a su lado le reconvenía con palabras suaves diciendo:

—Juana Mari, hombre, ¿qué es lo que te pasa ahora? ¿No te das cuenta de que no puedes ir golpeando a la gente? Al pobre señor Marcelo le hemos tenido que poner nueve puntos en la cabeza. ¿Qué quieres? ¿Qué te tenga otra vez encerrado?

—El señor Marcelo está endemoniado —dijo el Obispo mientras de su cara brotaban intensas lágrimas—. Lo hice por la salvación de su alma. Se abalanzó sobre mí, insultando y blasfemando.
—¿Pero cómo puede ser esto? —preguntó el doctor con gran énfasis, acentuando mucho las palabras y batiendo insistentemente los brazos—. ¡Si apenas se mueve y hace años que no habla! Pero si es casi un vegetal. Es lo menos parecido a un demonio que he visto en mi vida.

Era verdad. El señor Marcelo llevaba años sin moverse enganchado a una sonda. Insistiendo bastante pude conseguir en alguna ocasión que se levantase para dar un paseo. Podía estar toda la mañana masticando una patata frita; se olvidaba de lo que estaba haciendo. Ya había sido completamente degluida la patata pero seguía masticando con gran voracidad durante horas. Los otros pocos movimientos que hacía eran de tipo fisiológico, por lo que lo tenía sentado en el orinal un buen rato cada cierto tiempo. Por lo demás era una estatua, por lo que no me sorprendió la extrañeza del doctor Gabriel.

El señor Marcelo se mantenía impasible bizqueando como de costumbre.

—¡Juana Mari! —gritó el doctor Gabriel— ¿Cómo puede ser que creas que este hombre esté endemoniado?

El Obispo Juana Mari seguía en el suelo llorando intensamente y el doctor Gabriel le dirigió nuevos reproches y amenazas, pero no consiguió sino aumentar la intensidad de los llantos del Obispo. Era desde luego una situación desconcertante, el Obispo siempre tan serio y sereno, tan altivo y soberbio, lloraba intensamente con desaforados bramidos. Sus chillidos histéricos resonaban por los pasillos.

—Se equivoca doctor Gabriel, sí que habla —intervine yo en ese momento—. Aunque sólo dice insultos y amenazas. También se revuelca como si estuviera poseído.

—Es sorprendente —dijo el doctor Gabriel—. ¿Cuánto tiempo hace que ha dado este cambio?

—Apenas un rato. Fíjese, que se lo demostraré —le dije al doctor mirándole con gravedad—. Doctor Laurencio, por favor, podría usted pisar el pie del paciente quitándole previamente el zapato. Gracias.
—¿Pisarle el pie? —preguntó el doctor con cierto sobresalto.

Anticipándose al doctor Laurencio se agachó el doctor Gabriel y le quitó el zapato al señor Marcelo y dijo con gran sobresalto:

—¿Qué es lo que veo? Pero si tiene el dedo gordo del pie que parece una longaniza. Laurencio, ¿eres tú el responsable de esta barbaridad?

—No, esta vez no he sido yo. No tengo nada que ver, yo acabo de llegar.

—Braulio, dime, ¿quien ha sido el que ha machacado el dedo al señor Marcelo?

—Descubrí esta extraña afección del señor Marcelo cuando el Obispo Juana Mari se sentó frente a él para confesarle —le dije al doctor—. El Obispo puso sin darse cuenta la pata del taburete sobre su pie, y un rato estuvo sin inmutarse el señor Marcelo hasta que prorrumpió con súbitos insultos y gritos endemoniados.

—Ya entiendo. Está bien. No ha pasado nada. Pero no quiero que a partir de ahora nadie vuelva a tocarle el pie al señor Marcelo. ¿Entendido?

—Yo sugeriría probar con otras partes de su cuerpo para ver si reacciona de la misma manera. Si no es así, bastará con extirparle el dedo gordo del pie.

—Mejor que no —me dijo el doctor haciendo una mueca en algo semejante a una amplia sonrisa aunque algo siniestra—. Agradezco mucho esta sugerencia chistosa, pero preferiría que siguieses limpiando las baldosas de los pasillos, que veo que el trabajo no te cunde mucho.

—No se preocupe por eso que yo se las dejaré tan brillantes que podrá verse reflejado en ellas hasta los pelos del culo, si es que quiere hacer la comprobación.

Como de aquel cubo resquebrajado chorreando agua por todos lados con que limpiaba las baldosas, brotan las ideas de mi cerebro, desparramándose los innumerables recuerdos felices de aquellos días trabajando en el hospital. Diez años de mi vida fueron los que mi trabajo, en diferentes funciones, estuvo vinculado al hospital y todos ellos repletos de entrañables momentos.

Empecé a trabajar en el hospital haciendo de payaso, visitando a los pacientes con un disfraz bastante gracioso, de vivos colores y numerosos complementos, con una peluca naranja de rizados cabellos y una nariz roja de plástico, animando las tediosas sobremesas y prolongadas estancias de algunos enfermos desatendidos. En mis comienzos en el hospital fueron muchas las visitas con las que distraje a muchos enfermos de las penurias de su convalecencia. Mi continuada labor fue dejando tras de si innumerables muestras de apoyo y conmiseración cuando más eran necesitadas, normalmente por parte del paciente hacia mí, que también está bien, y variadas reacciones hostiles de algunos enfermos ante mi súbita aparición. Lo que es reír, en términos generales, podemos decir que los pacientes no se reían mucho. Creo que era labor muy positiva que yo me tomé muy a pecho, aunque ante la inmutabilidad absoluta de pacientes como el señor Marcelo mi ánimo flaqueaba, aunque siempre me esforcé al máximo.

Poco después, tras recibir una brutal paliza de un paciente bastante irritable al que había rociado el rostro con el chorrito de agua que salía de una flor de mi disfraz decidí abandonar la frustrante expectativa de hacer reír al prójimo y me puse a trabajar de camillero en el departamento de psiquiatría, alternando labores de limpieza y mantenimiento del hospital con el cuidado y atención de los enfermos; labores tan ingratas como necesarias, dedicando mis breves descansos al intensivo estudio de la psiquiatría, en un curso por correspondencia muy reconocido, que si bien se olvidaron mandarme el diploma, aprendí todo cuanto me podían enseñar. Completé mi formación dirigido y aleccionado por la omnipresente sabiduría del doctor Gabriel que no dudaba en reprobarme con severidad mis faltas. A la espera de ese diploma se mantuvo mi contrato de trabajo como el de un simple camillero, aún cuando mis funciones en el centro excedían con creces esta catalogación. Cuando fui elegido comisario del gabinete, máximo estatus que puede alcanzar el personal del centro, llevaba tres años ejerciendo la psiquiatría en el hospital, con consulta propia, y dos siendo consejero del gabinete. Una ascensión meteórica desde los cimientos, sin parangón en la historia del hospital. Ningún otro médico puede jactarse de haber empezado desde tan bajo.

Ingresé en el hospital “La Soledad” pocos días después de la muerte de Joaquín sumido en un abatimiento sin igual. Enajenación depresiva fue el término con el que el doctor Gabriel evaluó mi extremo padecimiento. La muerte de Joaquín me sumió en un tremendo vació, un despropósito de vivir que me envolvió con un desanimo y tristeza inconsolables. Una profunda melancolía invadió mi cuerpo y mi alma, y quedé sumido en un estado de llantos interminables, ahogándome en una turbia atmósfera de desolación y pena. Me sentía responsable de su muerte.

Trabajar en el restaurante “La Cacatúa” fue una experiencia horrible. Ya desde el primer día en que comencé a trabajar fui sometido a una tiranía excesiva, sucumbiendo en un trabajo estresante y agotador. Allí me encontré con la malquerencia previa de los encargados del restaurante, personas violentas y de difícil trato, con los que iba a compartir los más indeseables días de mi existencia. Sufrí cotidiano tormento y las peores angustias de mi vida. Joaquín y Jorge fueron las únicas personas con las que tuve un trato amistoso.

Tal vez, ya antes de la muerte de Joaquín, debido a la extenuante represión y dificultades del trabajo en el restaurante “La Cacatúa” mi cordura ya hubiera llegado al máximo extremo de torsión que podía soportar. La muerte de Joaquín fue la estocada, la caída, el fatal tropiezo originado por el agotamiento de un desmesurado esfuerzo. Al igual que un toro en la plaza, mareado y exhausto, que ya con las patas hacia arriba, agonizante recibe el fatal puntillazo, recibí la terrible noticia de la muerte de Joaquín. Sentí como si se rompiera algo dentro de mí, como un dolor denso y abrasador que se me expandía en el tórax, retorciéndose con violentas sacudidas.

Estuve tres meses ingresado en el hospital, alternando alucinaciones y exaltación con el más compungido lamento sin que lo hubiese podido impedir ningún tratamiento del doctor Gabriel. Intensas pesadillas agobiaban con tormentos mis sueños, recreando la visión de mi compañero Joaquín, desesperado, suplicando mi ayuda poco antes de su muerte. Imágenes distorsionadas hasta el horror, sufriendo grandes sobresaltos al despertar. Era una intensa agonía que no parecía remitir.

Sentía que mi existencia estaba próxima a su fin, en declive inexorable, vacía de todo propósito. Había llegado al final, al pulverulento limo de los fondos abisales, dispuesto a aceptar que mi cuerpo y mi alma se pudrieran como desechos. Si por fatal accidente, al cruzar una calle en obras, me pillase una apisonadora el cordón del zapato y a pesar de mis gritos de dolor ésta siguiese avanzando aplastándome la pierna, pensaría que esto es poca cosa; una pequeñez o suceso intrascendente.

—Enfermera por favor, inyécteme por piedad un veneno mortal que no quiero vivir más en este mundo desabrido y cruel.

La enfermera no me contestaba. Me miraba sin inmutarse sentada en la cama de al lado. Vestía con una bata a cuadros bastante raída y zapatillas de dormir. Tendría unos ochenta años. Ante mis insistentes súplicas me dio una pastilla gigante de color rojo transparente que engullí con un poco de agua. Sufrí al momento un gran dolor y ahogo en la garganta, al que siguieron unas fiebres muy altas con intensos delirios, pero no pudo el veneno terminar conmigo, supongo que gracias a una intervención divina.

En los profundos abismos de las tinieblas existe una luz; esta luz alumbra la faz serena del Obispo Juana Mari dentro del confesionario, esperando el alma sincera a la que liberar con su apabullante poder redentor de la pesada carga del pecado. En su presencia se siente una influencia contagiosa que irradia de su cuerpo con tal evidencia que el alma se humilla y el cuerpo se arrodilla con una genuflexión inevitable. En sus facciones se perciben rasgos de pasión, dolor y fe, en una mirada repleta de misericordia y comprensión. Con el sonido de su voz el sufrimiento remite inmediatamente y da lugar a un descanso y bienestar donde todo remordimiento desaparece.

Con la ayuda del doctor Gabriel encontré fácilmente el interruptor de la luz que alumbraba el confesionario del Obispo Juana Mari. Nada más verle, mi cuerpo se hinchó de admiración y sorpresa, como si estuviera contemplando una aparición celestial. Moisés, al ver que le hablaba un matorral en llamas allá en el acantilado, no quedó tan admirado como yo ante la presencia del Obispo Juana Mari. El bebé famélico que entre los brazos de su madre encuentra por fin el pezón por donde saciar su hambre, no siente mayor bienestar y regocijo que yo al postrarme ante la insigne presencia del Obispo Juana Mari Pio Pio.

El Obispo Juana Mari depositando su firme mano sobre mi cabeza, quedó mirándome fijamente, sin rasgo o gesto que mudara la inmovilidad absoluta de su mirada celestial, hasta el momento que me dijo:

—Yo te perdono, tu arrepentimiento te hace digno de perdón.

En ese momento la paz espiritual se transfirió a todo mi cuerpo, invadiéndome con una inconmensurable sensación de bienestar. Cuando cerré los ojos dejándome llevar por un éxtasis divino que empapaba mi cuerpo con una sensación de ingravidez, alzando mis brazos hacía el cielo, me desmayé. Sentí como si hubiera recibido un contundente golpe en la cabeza y estuve inconsciente una semana. Mi cuerpo quedó inerte, pero en mi cabeza comenzaba un saludable descanso y emprendí un viaje de placidas ensoñaciones que apenas recuerdo, surcando en forma etérea un mundo en donde reinaba una alegría sin igual. Desperté con una renovada ambición y ganas de vivir. Considero fue uno más de los muchos milagros que he visto obrarse con la mediación del Obispo Juana Mari.

Desde aquel día cesaron casi completamente las pesadillas y al poder dormir tranquilo mejoró la salud de mis pensamientos y fui encaminando mi vida por una senda que encontraba inusitadamente ancha y despejada. Así como el náufrago, que sobre unas maderas descompuestas a vagado semanas enteras en alta mar y al ser embestido por la olas se encuentra sin darse cuenta a salvo en la costa, tal es su alegría al poner un pie sobre la tierra como la que sentí yo al despertar. Lagrimas de felicidad salieron de mis ojos al sentir en mi interior una agradable sensación de salud y de descanso. Me dirigí a la ventana y al recibir la luz del sol pude ver la maravilla del mundo que había ante mí. Encaucé así mi vida hacía un objetivo que por primera vez veía claro, animado por la determinación de una nueva conciencia, y con un irrefrenable deseo de ayudar a mis semejantes.

Una vez más el doctor Gabriel demostró el respeto que le debo y permitió que me quedase en el hospital, proporcionándome diferentes trabajos. Con la esperanza de olvidar y de dejar atrás el pasado, acompañé al doctor Gabriel en la tarea de ofrecer ayuda y consuelo a aquellos que sufrían las enfermedades de la mente y dieron comienzo así años de plenitud y realización personal. Ocho años después de mi ingreso en el hospital el doctor Laurencio Puerco presentaba al gabinete mi candidatura para el puesto de comisario.


Capítulo VIII

El cargo de comisario del gabinete era una meta anhelada en mi interior, que por su importancia consideraba digna de mayores méritos y que exigía una capacidad de liderazgo que yo nunca había demostrado. Todos los miembros del consejo sin ninguna excepción manifestaron uno por uno su conformidad a la propuesta del doctor Laurencio. Mi sorpresa y turbación ante los aplausos de los presentes fue tal, que las lágrimas brotaron de mis ojos como una cascada y no pude reprimir mi llanto por largo rato. Fue un poco vergonzoso, pero finalmente me serené, me levanté y tras inspirar profundamente me dirigí a los presentes diciendo:

—Entre muchos más dignos que yo habéis elegido mal, pero hasta mi destitución, que veo próxima, contareis con mi firme compromiso de llevar con gratitud y devoción sin límite la carga de esta responsabilidad. Habrán de desfallecer los muros de este hospital antes que mi deseo de servirlo se extinga entre los restos de mi carne descompuesta. Habrán de supurar sangre los poros de la piel de mi frente cuando haya de defraudar el juramento que yo ahora os hago.

Fervorosos aplausos e intensas ovaciones secundaron este discurso y amenazaron con brotar nuevamente las lágrimas de mis ojos, cuyo incipiente goteo intente disimular.

En el cargo de comisario hacía funciones de moderador y debía dirigir las tertulias hacia los puntos de interés, templando los ánimos e intentando consensuar opiniones ante los miembros del gabinete, muy propensos a exclamar sus desavenencias con gritos e insultos. Además de examinar información sobre datos clínicos de los pacientes en estas sesiones se analizaban las posibles quejas y otras cuestiones relacionadas con el buen funcionamiento del hospital. Estando el doctor Laurencio Puerco como anterior comisario de la junta no había día que por un motivo u otro las reuniones no terminaran en acaloradas discusiones, siendo las más de las veces, las sesiones improductivas. Con estas responsabilidades a mi cargo no me costó mucho que se llevaran a cabo soluciones a muchos problemas atrasados y reformas necesarias de modernización.

Un día el debate se centraba en la aprobación de un cambio en la indumentaria de las enfermeras y sobre la necesidad de despedir a algunas de ellas debido a su carácter indócil. Con la unanimidad del gabinete se aprobó que todo el personal femenino atendiera en bragas a los enfermos en el horario matutino adoptando una actitud sumisa y sin manifestar queja por los previsibles tocamientos. Es asunto aparentemente trivial pero que incide muy positivamente en el ánimo y disposición de los pacientes, según opinión general de los expertos. También se pusieron en marcha, con bastante celeridad, diferentes expedientes sancionadores para relegar del trato directo con los pacientes a algunas enfermeras cuyo aspecto entrara en grave contradicción con la nueva filosofía, que no pretende otra cosa sino fortalecer el ánimo de los enfermos y del personal sanitario. Otras propuestas un poco más atrevidas fueron aplacadas con esta determinación final. Decidida la cuestión, se redactó el consiguiente informe para su posterior aprobación por el doctor Gabriel.

Muy satisfechos con este unánime consenso se levantó la sesión y enseguida se creó un clima de camaradería y dispersión en la sala; varios de mis compañeros me felicitaron bastante contentos, por no decir excesivamente entusiasmados, ante la próxima consecución de esta propuesta. Les recordé que no sería la primera vez que el doctor Gabriel vetase alguna de las decisiones del comité y les insté con educación a dirigirse a sus respectivos puestos de trabajo. El gabinete estaba formado por diez personas, todas ellas notables especialistas en sus respectivas materias. Eminencias, en realidad, con amplias trayectorias y reconocidos meritos.

—Doctor Anacleto, no he podido dejar de advertir que le falta un trozo de cuero cabelludo y que no se encuentra usted tan animoso como de costumbre —le dije al verle—. ¿Se encuentra usted bien?
—Si
—¿Se trata de algún experimento? Chorrea bastante sangre.
—Si
—¿No estará usted experimentando con su propio cuerpo?
—Si
—¿Usted trabaja en el estudio de las sinapsis de las células madre y su relación con el testículo izquierdo, verdad?
—Si
—¿Ha podido confirmar sus teorías?
—Si
—Pues vaya sorpresa. Le felicito, mi más sincera enhorabuena.

Estamos hablando de, tal vez, uno de los más avanzados hospitales de Europa en aquella época. Disponíamos de las más modernas tecnologías del momento y un excelente equipo de trabajadores, repleto de médicos de gran renombre, completaban una plantilla de excelentes facultativos. Por aquel entonces éramos la vanguardia europea en desarrollo de nuevos métodos terapéuticos.

Dos médicos siameses especializados en cirugía cerebral, los hermanos Lucas Florero, unidos de nacimiento por la cadera, compaginaban su trabajo de friegaplatos en la cocina del hospital con la consecución de grandes logros médicos. Los hermanos Lucas Florero eran tan idénticos en su aspecto que respondían a un mismo nombre y la ventaja de este acuerdo y sincronización hacía de ellos un cirujano excelente. A pesar de las corrientes y a veces violentas discrepancias de opinión entre ambos, desarrollaron en “La Soledad” dos nuevas técnicas de cirugía cerebral muy efectivas, la aurículo-lobotomía y la nasotrepanación, con cuya práctica simultanea, reavivaron en una ocasión sobre una mesa del comedor a un paciente, utilizando tan sólo un cuchillo y un tenedor, recuperándose éste del repentino coma que sufría instantáneamente con un brío y energía inusual. Recientemente nuevos descubrimientos confirmaron que ser cirujano cerebral es una patología en si misma, al igual que los podólogos, que hoy en día se sabe que sufren de graves manías obsesivas, motivo por el cual en la actualidad los doctores Lucas Florero son retenidos en aislamiento bajo vigilancia exhaustiva.

Con otros dos psiquiatras y un psicólogo, junto con amplio personal auxiliar, atendíamos comúnmente a unos treinta pacientes con trastornos sicóticos en un área bastante extensa del hospital, en la planta baja. Allí disponíamos del espacio requerido para las consultas y el ejercicio de las diversas terapias: aulas para las sesiones en grupo y reuniones, enfermería, y una gran sala de ocio por donde se accedía al parque de recreo, jardín con columpios delimitado por altos muros. Por un pasillo que los enfermos denominaban “el corredor de la muerte”, junto a la casilla de la hermana superiora, se llegaba a las celdas de aislamiento y a las duchas, donde con una manguera de agua fría a presión los pacientes eran diariamente aseados, junto con los médicos que así lo deseasen.

Aún siendo los problemas mentales propios de la senectud la causa más corriente de ingreso en el departamento de psiquiatría, tratábamos todo tipo de patología mental. Mi especialidad se había orientado hacia el desarrollo de terapias experimentales para el tratamiento de las conductas agresivas, las crisis extremas de los nervios y las sicopatologías violentas. Son muy variadas las formas en que se manifiesta la locura; cada enfermo es diferente y requiere de un tratamiento experimental distinto, siendo la psiquiatría una ciencia en cierta medida intuitiva. Otros eran los que decían, cosa que me ruboriza y pongo en duda, que yo era el mayor experto de España en tratamientos experimentales de las alteraciones mentales. Encontrar la técnica efectiva requiere un gran conocimiento e introspección en la mente del paciente, cosa que sin lugar a duda produjo el desarrollo de mi brote sicótico.

En un rincón de la sala de reuniones del gabinete se encontraba sentado en un sofá el Obispo Juana Mari Pio Pio, que quiso abstenerse de participar en la votación. Me acerqué hasta él saludando y rogando se reincorporasen en sus puestos de trabajo a los integrantes del gabinete que encontraba a mi paso. Aquel día yo estaba muy preocupado por la salud del inspector y quería pedirle al Obispo Juana Mari que me acompañase por si eran requeridos los últimos sacramentos.

La labor del Obispo Juana Mari en el hospital “La Soledad” fue siempre, por su positiva influencia en los pacientes, factor insustituible y de valor inconmensurable. La fraternidad y alegría alcanzada por los pacientes gracias a la atención a sus palabras y seguimiento de sus consejos era cosa maravillosa, cercana en algún caso a un autentico milagro. El entusiasmo general de los enfermos en su presencia era cosa desconcertante, con signos muchas veces de euforia religiosa. Los más desaprensivos y malhumorados pacientes mudaban su semblante y actitud a las pocas visitas del señor Obispo, transformándose en piadosos súbditos y humildes fieles. Esta ilustre persona de porte distinguido y mirada solemne, era reverenciada a su paso y adorada con devoción sincera. Era miembro honorífico del comité y su opinión siempre era considerada. Gracias a él se resolvieron muchas veces afecciones y patologías desconocidas para los expertos, que tenían sus orígenes en las profundas angustias de alma.

Capítulo siguiente



17 comentarios:

  1. Maravillosa y excelente literatura.
    ¡Enhorabuena!

    ResponderEliminar
  2. El escrito me parece excelente Rafael, me gustó mucho las ironias y el humor sutíl que has usado.

    ResponderEliminar
  3. Estoy empezando con una nueva página sobre libros http://fm.orgfree.com/ se trata de una página personal muy modesta,
    pero estoy empezando y espero ir creciendo.
    veo que eres escritor de relatos breves, quiero abrir un apartado en la página y en el foro de publicación de relatos,
    si te interesa incluir algún relato ahí. Para escribir en el foro tienes que registrarte, si no te apetece mándamelo
    al correo. ( fedemarron@hotmail.es )

    Fede Gracias, un saludo

    ResponderEliminar
  4. La verdad es que me encontraba desde hace días en deuda contigo, por tu amable visita a mi blog y, hoy, he podido por fin pagarte justamente. Pero me he llevado una agradable sorpresa al entrar en este blog, pues veo que tienes mucho que escribir y yo que leerte. Mi comentario a tu EL ENIGMA DE LA CACATUA es que tienes una escritura sencilla, fácil de leer y que agarra al lector desde el principio. La pena es que haya que encontrar tu blog en el inmenso mundo de los bloggers para poder leerte.
    Yo te sugeriría dos cosas: 1 Participa en algún foro de internet para que otros muchos puedan leerte y disfrutar con tus historias. 2 Entra en la editorial virtual: www.bubok.es y registrate. Allí además de un foro con bastante escritores, ellos pueden editar tus cuentos y ponerlos a la venta. No nos hacemos millonarios, pero por lo menos recibes la gratificación de verte editado. Son solo sugerencias. Gracias por dejarme leerte. Saludos Alejandro

    ResponderEliminar
  5. Decirte que sabes escribir, escribes muy bien, pero busca una buena historia,una buena historia que puedas vender. Hay gente que escribe de maravilla, pero aveces no basta con eso, falta la otra parte, aquello que uno puede contar y que arrastra a los demás a leerte, algo que te llame a ser diferente. te lo digo por experiencia de escritor en estado de frustración

    ResponderEliminar
  6. Estimado sr o sra beckett,desde mi humilde punto de vista y si me permite abogar a la critica construciva, me gustaria decirle que los consejos son ciertamente gratuitos, lo que mi misera capacidad de raciocinio no acaba de entender, es como un escritor en fase de frustracion como usted se describe, no se autoaplica el consejo.Me parece que la narrativa del señor homar tiene de ese algo "DIFERENTE" al que usted se referia,quizas entre en juego la percepcion de cada uno de los lectores.Reciba un cordial saludo.

    ResponderEliminar
  7. Le regoria al señor homar encarecidamente que se dispusiera a publicar los siguientes capitulos,la ausencia de ellos me esta provocando una temerosa ansiedad alimenticia,que puede derivar en una mas que preocupante obesidad morbida,y como usted bien sabra señor homar, las despensas de los españoles estan tiritanto,en la mia en concreto,ya han dejado de habitar una maravillosa familia de cucarachas,les echare de menos ,entiendo perfectamente que en estos dificiles momentos tengan que buscarse la vida en otras despensas,les echare de menos.gracias de antemano señor homar.

    ResponderEliminar
  8. Señor homar es usted un gran escritor y encima diferente y arriesgado.

    ResponderEliminar
  9. Amigos Rafa, Leonardo, Fedemarron, Alejandro y Beckett, confío os hayáis dado cuenta que respondí a vuestros amables comentarios en una nueva entrada del blog, allí está para daros las gracias por vuestras palabras de animo.

    Arcangel, ¿se puede saber que les has estado haciendo a las pobres cucarachitas? ¿Qué es, qué no tienes responsabilidad? ¡Hombre! Eso no se hace. Deberías quitarte la comida de la boca para poder alimentar a esos graciosos y juguetones insectos.

    Andrés, muy amable. A mí también me gustan tus relatos, que desde luego tienen tu estilo personal. Gracias por la visita.

    ResponderEliminar
  10. Voy por el capítulo VII y me está gutando mucho la historia, y por supuesto también la forma de contarla. A ver si me pongo pronto al día.
    Saludos!!

    ResponderEliminar
  11. Muchas gracias, Vane, no sabes cuánto me alegra que me leas. Si tienes cualquier duda u objeción, por favor, coméntamelo.

    Saludos
    Rafa

    ResponderEliminar
  12. Aunque ya estoy introducido en el mundo enigma de la cacatúa, mi capacidad de sorpresa no se ha agotado.
    Qué decir de esta galería de monstruos, entre mis preferidos, el gran obispo José Mari.
    Mi cabeza va dando botes sobre el teclado, y la veo desubicada sobre el escritorio, preguntándose qué y quién está loco y quién no.

    Que el propio protagonista de la novela dude de dus recuerdos, dude de su cuerpo, ya es una invitación a pasar al otro lado, en el que todo es posible.
    Por cierto, este tono de novela antigua (¿en qué siglo vivo? "Habrán de desfallecer los muros de este hospital..." ), le sienta bien al relato, logras separarlo de todo.

    Bueno, me queda un buen trecho por leer.
    Saludos.
    Se me hace difícil la crítica de algo tan distinto. Sí he visto algún error ortográfico, pero callo, que los míos son más graves.

    ResponderEliminar
  13. Perdona, Igor, por los errores ortográficos, voy un poco atrasado de correcciones. El caso es que cada vez que cuelgo un nuevo capitulo lo reviso, pero en un principio, por la avaricia de incluir material, los fui dejando así como estaban. Los primeros ya los he revisado, hace poco, pero los de este grupo aún no. Solo de mirarlos por en cima, ya he visto unas cuantas faltas y la necesidad de unos retoques.

    A partir de ya, todo estará perfectamente revisado por mí, lo cual no quiere decir que no siga habiendo faltas.

    Cuando dices” pasar al otro lado, en el que todo es posible”, ¿encuentras que es demasiado increíble? Yo supongo que es una de las cosas que no tiene antecedentes en la historia de la literatura, dudar del narrador ya imagino que no es muy positivo, pero me pareció gracioso y coherente con el perfil del narrador.

    De la misma forma, este lenguaje recargado que parece del siglo pasado es también un atributo de las fantasías literarias del narrador, el afán de un subnormal por escribir bien. También, es verdad, un reflejo de una parte de la literatura que me gusta leer, novelas caballerescas con las que he reído mucho por este motivo.

    Muchas gracias, Igor. Nos vemos.
    Saludos
    Rafa

    ResponderEliminar
  14. Hola Rafael,
    Pues si quieres que te diga la verdad, debería ser el último en hablar de erratas. He mejorado, creo, pero me pasa como a ti, reviso, reviso y aún me dejo cosas.
    Sobre tu pregunta. No, no creo que sea demasiado increíble. Recuerda a nuestro amigo Toole, que pintaba a veces con brocha muy gorda. Pero qué cuadros hacía. Hay una novela "Muerte a Crédito" de Céline, que contiene auténticas animaladas, que potencian aún más su literatura.
    Sobre este barroquismo, en mi opinión es un acierto. Porque resulta gracioso y se consigue algo importante, creo yo, que es fundir estilo y contenido.
    Pues eso, que te diferencias de todo/s, algo tonificante, sin duda.

    ResponderEliminar
  15. Yo también he mejorado estos aspectos aunque todavía me ocurre que algunas erratas pasan por delante de mis ojos sin darme cuenta. En teoría la trama, el argumento, aún disparatado debería estar dentro de los límites de lo posible. Una de las dificultades en la lectura de “El enigma de la cacatúa” es que la trama se sigue de forma muy lejana, y eso es un inevitable considerando que el narrador no es consciente realmente de lo que está contando. Al final se esclarecen los hechos, pero la novela no sigue una linea argumental clara.

    El barroquismo también encuentro que le pega al perfil del narrador. Es una aspecto que ha encontrado reticencias, pero creo que debidas a no comprender aún el tono irónico.

    Me interesaré por la novela que me recomiendas, no tenía noticia de su existencia, y tal vez sea de mi gusto.

    Muchas gracias Igor.
    Nos vemos.

    ResponderEliminar
  16. ...traigo
    sangre
    de
    la
    tarde
    herida
    en
    la
    mano
    y
    una
    vela
    de
    mi
    corazón
    para
    invitarte
    y
    darte
    este
    alma
    que
    viene
    para
    compartir
    contigo
    tu
    bello
    blog
    con
    un
    ramillete
    de
    oro
    y
    claveles
    dentro...


    desde mis
    HORAS ROTAS
    Y AULA DE PAZ


    TE SIGO TU BLOG




    CON saludos de la luna al
    reflejarse en el mar de la
    poesía...


    AFECTUOSAMENTE:
    EL ENIGMA DE LA CACATUA
    RAFAEL


    ESPERO SEAN DE VUESTRO AGRADO EL POST POETIZADO DE CABALLO, LA CONQUISTA DE AMERICA CRISOL Y EL DE CREPUSCULO.

    José
    ramón...

    ResponderEliminar
  17. Hola, José Ramón, gracias por la visita. Pasaré a ver estos poemas que dices.

    Saludos
    Rafa

    ResponderEliminar