2008/12/19

Capitulos del III al V


Capítulo III

Quise confirmar esta información preguntando al doctor Gabriel, el cual sin duda debería recordar, si tal cosa fue verdad, que hubiera aparecido una momia en Santa Julieta.

—Buenos días, doctor Gabriel —le dije en una de las ocasiones en que me venía a buscar a mi despacho para que merendásemos juntos en la cantina.—. ¿Qué tal va todo?

—Bastante bien —respondió con su sonrisa característica—. Me ha dicho el chico de seguridad que has estado llamándome a grito pelado. Otra vez deja recado y ya pasaré a verte. ¿Qué querías?

—Quería hablar con usted sobre las paranoias del inspector Eustaquio. Su persistencia en decir que una momia apareció por Santa Julieta, cosa que ya le he discutido innumerables ocasiones es tal que me veo obligado a confirmar que no fue así. Pienso que usted sin duda sabrá si tal cosa es cierta.

—¿Qué te parece si te invito a merendar en la cantina y hablamos del tema?

—Con mucho gusto.

Saliendo del departamento de psiquiatría subimos al primer piso y sentados en una mesa de la cantina el doctor Gabriel me preguntó:

—¿Qué es lo que te ha dicho el inspector?

—El inspector Eustaquio insiste en decir que una momia apareció por Santa Julieta asustando a la gente. También dice que esta momia era Cochino, lo cual me parece un disparate.

—Pues es verdad. Así fue. No sé muy bien lo que pasó. Creo que Paco huyó de mi consulta victima de delirios. En el restaurante Paco Cochino había sufrido un accidente quemándose bastante por todo el cuerpo, no sé cómo, pero tenía quemaduras bastante graves. Le apliqué una pomada y le puse unas vendas. La gente es muy sugestionable, no creo que diera motivos para tanto alboroto.

—¿Paco Cochino no volvió a aparecer?

—No, parece ser que viajó a Ecuador y que allí fue secuestrado. Cuando fue el inspector a hacer entrega del dinero del rescate lo secuestraron a él, como ya sabes.

—Sí, trágico suceso. Gracias doctor, me ha sido de gran utilidad.

Esta afirmación me dejó sumido en complejas cavilaciones de las que no pude sacar nada en claro. Si el doctor Gabriel lo confirmaba debía ser verdad. Yo siempre me había reído del inspector Eustaquio considerando fantasiosas sus suposiciones. Para no tener que disculparme y no romper así el trato conveniente entre medico y paciente, le dije:

—Va a tener usted que rectificar sobre lo que me dijo el otro día. El doctor Gabriel me ha confirmado que lo que apareció por Santa Julieta fue, como yo le había dicho, una momia.



Capítulo IV

Días después, en otra de las sesiones terapéuticas le pedí al inspector Eustaquio que me hablara sobre los indicios en que basó sus primeras sospechas.

—¿Qué tal se encuentra esta mañana?

—Pero si es por la tarde —replicó el inspector.

—Era broma. Y no me mire con esa cara que sólo he venido a hacerle unas preguntas. Quisiera me explicara usted cuales fueron sus primeras sospechas cuando investigó los sucesos de Santa Julieta.

—Siempre sospeché del doctor Gabriel, ya te lo he dicho en numerosas ocasiones.

—¿El doctor Gabriel?

—Sí, el doctor Gabriel.

—Ahora sí que me deja usted de piedra. ¿Qué motivos había para sospechar del doctor?

—Principalmente porque fue el beneficiado con la muerte de Joaquín, que se había hecho un seguro de vida a favor del doctor Gabriel. Yo supongo que, aunque Joaquín firmara, fue una idea del doctor.

—No entiendo que clase de sospecha es ésta. A mí me parece muy normal. Joaquín quería mucho al doctor Gabriel y se hizo el seguro de vida porque había una remota posibilidad de morir en la operación de cambio de sexo que quería hacerse.

—Yo no sabía que quería hacerse una operación de cambio de sexo. ¿Estás seguro de esto?

—Claro que estoy seguro. Si no me cree le puede preguntar al doctor Gabriel.

—De todas formas esto no importa. Muchos testigos vieron, y lo confirmó el enfermero de la ambulancia, que cuando llevaron a Joaquín al hospital después de haber saltado por la ventana, parecía completamente recobrado, e incluso me confirmaron algunos testigos que Joaquín dijo encontrarse mejor. Por la declaración de Jorge deduje que era posible que a Joaquín le hubieran suministrado algún alucinógeno, cosa fácil para un doctor.

—Y usted supone que el doctor Gabriel le suministró un alucinógeno para que se suicidara y como no lo consiguió después lo mató en la mesa de operaciones.

—Sí, eso creo.

—Es gracioso. Dice usted unos disparates antológicos. El doctor Gabriel es muy buena persona y nunca haría eso. Sus suposiciones son simple paranoia. Su obsesión por implicar al doctor responde al factor represivo de su propio fracaso, la negación de la realidad, la ocultación mental de su propia incompetencia. Se trata sin lugar a duda de una frustración potenciada por sus crisis nerviosas, incomprensibles y fuera de lugar. Le diré a la enfermera que le aumente la medicación.

—No sé por qué pierdo el tiempo hablando contigo —gritó el inspector con un tono agresivo y fuera de lugar—. Tú crees que el doctor Gabriel es una buena persona, pero estás en un completo error. Incineraron el cuerpo de Joaquín antes del plazo señalado por la ley, para que no pudiéramos realizarle la autopsia. ¿Sabes quién?

—No, aunque supongo lo que me va a decir —contesté.

—Fue el doctor Gabriel, todo lo confirma, testigos y su propia rubrica en los documentos del tanatorio —dijo el inspector con tanta solemnidad como si estuviera diciendo algo importante.

—Deje, por favor, de decir barbaridades —le dije también con solemnidad—. La muerte de Joaquín fue un desagradable incidente, pero no es cuestión de echar las culpas a nadie. Debe usted relajarse, sumirse en un trance de bienestar, concentrándose en ensoñaciones de su gusto para permitir el efector positivo de las propias experiencias negativas.

—Joaquín fue asesinado, aunque es posible que nunca lo podamos demostrar —dijo el inspector colocándose la mano sobre la frente—. El doctor Gabriel firmó el parte de defunción y declaró que Joaquín murió por un fallo cardiaco durante una operación de la vesícula, cosa que no se pudo demostrar. Lo mandó incinerar inmediatamente porque si se demostraba suicidio o asesinato no hubiera cobrado el dinero del seguro. El doctor Gabriel es un asesino metódico, que no siente remordimientos al asesinar.

—No insulte al doctor, no se lo permito.

—¿Y a mí que me importa lo que tu permitas? —gritó el inspector con excesivo denuedo.

—Serénese, señor inspector —le dije—. Debe procurar no alterarse. Luego le diré al doctor Laurencio Puerco que venga a hacerle unos masajes en las nalgas.

—Ni se te ocurra.

—¿Por qué no? No es conveniente que esté sentado todo el día en la silla de ruedas.

—Braulio, como llames al doctor Laurencio no te hablaré nunca más en mi vida.

—No se ponga así, es por su bien. No entiendo porque le disgusta tanto el doctor Laurencio. Es una eminencia.

—¡Que va a ser una eminencia! ¡Es un tarado, un deficiente mental!

—Como se pasa usted. Dejemos el tema que veo que no le conviene. Ahora, si le parece bien, quisiera que practicásemos una nueva terapia experimental. Se trata de hacer un sencillo ejercicio, yo digo una frase y usted la tiene que repetir tan alto como pueda. ¿De acuerdo?

—Ni hablar.

—El doctor Gabriel es una maravillosa persona. Repita.

—Te he dicho que ni hablar. Si acaso gritaría que es un ser despreciable y un asesino.

—Ya le he dicho que sus sospechas contra el doctor son una simple paranoia, un trastorno de su mente.

—Pues yo creo que es un delincuente peligroso, un asesino despiadado. Pronto recibirá el golpe certero. Pronto estas manos le acusaran frente a un juez.

—Podríamos dejar el tema, sus elucubraciones me están empezando a molestar.

—¿No eran amigos tuyos Joaquín y Paco? ¿No te gustaría saber la verdad? ¿Saber quién es el responsable de sus muertes?

Me quedé un momento mirándole fijamente con expresión interrogativa hasta que le dije:

—Si hemos de hablar del tema podríamos, por favor, intentar ceñirnos un poco a la realidad de lo ocurrido. ¿Por qué dice ahora que Paco Cochino está muerto?

—Creo que es lo más probable.

—A usted también podrían haberle matado y no lo hicieron. ¿No me dijo usted que le traían papayas para que comiera? ¿Y qué más quiere?

—Ya sabes que odio esa fruta pestilente.

—No me acordaba. Ahora me ha dado usted una idea para una nueva terapia experimental, pediré a las enfermeras que a partir de ahora solamente le den de comer papayas. Pudiera ser que consiguiendo vencer este rechazo ayude a superar el trauma de su secuestro.

—Deja de decir disparates, mamarracho, sí que me hubieran podido matar en cualquier momento, pero eso hubiera sido más piadoso que la horrible muerte que me tenían preparada, una muerte lenta aislado y abandonado en aquella choza de pesadilla. Además yo no tenía la prueba que inculpaba al doctor ni nadie iba a pagar un precio por mi muerte.

—¿Qué prueba? Ahora sí que me he perdido.

—Paco debía saber algo que incriminaba al doctor. Tal vez sabía demasiadas cosas sobre los delitos del doctor Gabriel. Tú me dijiste, y además fue confirmado, que Paco y Joaquín eran más que amigos y es posible que se enfrentara al doctor Gabriel al enterarse de la muerte de su novio.

—Es una tontería tremenda esto que dice usted. Y ya estoy harto de sus insinuaciones impertinentes contra el doctor Gabriel. A usted lo que le pasa es que le tiene envidia.

Un leve temblor de su cuerpo anticipo la erupción del volcán, que descargó toda su furia desde el primer berrido.

—¿Envidia? —gritó con gran estrépito, como el rechinar de una locomotora—. Yo no le tengo envidia de nada, y si me encuentro en este estado, postrado en esta silla de ruedas, es por su culpa. ¡Él es el responsable de toda mi desgracia! ¡Por su culpa estuve secuestrado ocho años de mi vida!

—Tranquilícese, señor inspector. Tiene que procurar no alterarse.

—¿Por qué crees tú que Paco Cochino se fue a Ecuador sin decir nada a nadie?

—No tengo ni idea.

—Sabias qué habían intentado matarle.

—Pues no, primera noticia.

—¡Lo que pasa es que no te acuerdas! —me gritó con bastante cólera el inspector—. Yo ya te lo he contado muchas veces. ¿Cómo es posible que no te acuerdes?

—Pues ahora no sé de qué me habla. No voy a memorizar todos los disparates que usted dice.

—Lo grabamos todo en una cinta en una de tus ridículas sesiones terapéuticas, con mi grabadora blanca.

—Ya la buscaré, no veo ahora que importancia tiene eso.

—No te enteras de nada. Paco Cochino fue torturado vilmente con intención de darle muerte cruel. Supongo que consiguió escaparse cuando el doctor Gabriel, después de haberle dado una mortal paliza le dio por muerto. ¿Quieres saber de dónde se escapó?

—No, no se moleste, no me interesa —le dije al ver por dónde venían los tiros.

—Pues, Paco Cochino se escapó de la consulta del doctor Gabriel y él mismo le torturó. Al entrar en la consulta con el doctor Gabriel, Paco Cochino estaba bien, hay testigos de eso y no cabe ninguna duda de que fue dentro del despacho del doctor Gabriel donde fue salvajemente torturado.

—Qué tonterías. Que disparates.

—No son tonterías, es la pura verdad. Le torturó con tal ensañamiento que estaba desfigurado y no había parte de su cuerpo que no estuviera mutilada y ensangrentada. Creo posible que Paco Cochino antes de conseguir evadirse se hubiera puesto algunas vendas, para tapar su desnudez y cubrirse las numerosas heridas, o tal vez el doctor Gabriel atendiera sus heridas antes de darle la brutal paliza, de allí que las gentes de Santa Julieta le tomaran por una momia. El doctor Gabriel debió de darlo por muerto y así pudo escapar. ¿Quieres saber más?

—No, gracias no hace falta.

—¿Ahora ya no quieres hablar?

—No, no siga por ese camino que me voy a enfadar.

—Tu querido doctor Gabriel es un vulgar maleante, un asesino que sólo busca lucrarse a costa de quien sea. Y vigila bien tus espaldas porque cuando a él le interese tú estarás vendido.

—¡Basta ya! Y no quiero oír nunca más ni tan sólo una palabra en contra del doctor Gabriel. Cómo no deje de insultar al doctor haré venir al Obispo Juana Mari para que le confiese.

—Está bien, perdona. Ponte tranquilo Braulio, que tú preguntaste.

—¡Basta! ¡He dicho que basta! Le diré que venga inmediatamente.

—Braulio, por favor no, te lo suplico. Dejemos en paz al gordo infernal.

—¿Cómo ha dicho? ¿Gordo infernal? No creo que le vaya a hacer mucha gracia saber que ha dicho esto. Le aseguro que ha tocado usted su punto sensible. No sabe usted como se irrita si alguien insinúa que está gordo.

—No quería decir eso. Se me ha escapado. Lo siento.

—Últimamente cada día que pasa está usted peor.

Tuve que exigirle al inspector que en nuestras sesiones terapéuticas prescindiese de hacer conjeturas sobre la culpabilidad del doctor, pues generaban un círculo autodestructivo del que su mente no podía salir.

La postal en que se detallaban las exigencias de la liberación de Paco Cochino llegó al restaurante “La Cacatúa” dirigida al doctor Gabriel. Estaba escrita de puño y letra de Paco Cochino y marcada con restos de su propia sangre, cómo se pudo confirmar después de hacer las pruebas de ADN.

—¿Es correcto esto que digo, señor inspector?

—Sí, sin lugar a duda. Toda la información parecía confirmar el secuestro, el sello utilizado por la guerrilla y el remite de la postal, aunque no se realizaron reclamaciones telefónicas ni de otro tipo. El secuestro fue, al fin y al cabo, una buena noticia, pues de no haber sido así, tal vez nunca más se hubiera vuelto a tener noticia de Paco Cochino.

—Pues vaya manera más rara de verlo —le dije al inspector.

—El principal factor contra el que hubo que luchar fue el tiempo, pues cuando salí del hospital faltaban apenas tres días para la fecha de entrega del rescate y hube de emprender viaje rápidamente, con poco tiempo para organizarme. Al tener noticia de su secuestro investigamos en las listas de pasajeros del aeropuerto y confirmamos la compra de un billete a su nombre con destino a Ecuador. No sé por qué eligió Paco Cochino irse a Ecuador, pero sí que se marchó intentando escapar del doctor Gabriel.

—¿Qué le he dicho? ¿No se acuerda de lo que le he dicho?

—Como quieras, pero es absurdo no considerar la implicación del doctor Gabriel.

Las cámaras del aeropuerto de Barajas confirmaban que Paco Cochino había hecho el viaje; se le pudo ver pasar frente a las cámaras intentando ocultar con un sombrero su rostro vendado. En aquellos tiempos, según dice el inspector, apenas se controlaba el pasaje, algo que hoy en día es impensable; se podía tomar el avión con el billete de otra persona y muchas veces ni solicitaban los documentos de identidad.

Emprendió la gran aventura el inspector Eustaquio rumbo a las escarpadas cimas de aquellas laderas, repleto de valor y coraje, con la esperanza de liberar a Paco Cochino y averiguar quién atentó contra su vida. La postal solicitaba que el dinero fuera dejado en un punto exacto cerca de Tachua, pequeño núcleo poblacional aislado por un entorno selvático a mil quinientos metros de altitud, concretamente en “La Cuesta del Chorrito”, sendero escarpado que bifurca de camino a las minas. Subsistía aquella aislada población gracias a la extracción de fósforo en las minas más profundas de Sudamérica.

—Pensaba que el gobierno no trata con terroristas. ¿Cómo es que le permitieron ir en su busca?

—Conseguí convencer a mis superiores que se trataba del testigo de un asesinato, además la cantidad solicitada para el rescate era inmensamente menor que las que son corrientes en este tipo de asuntos, se limitaban a pedir trescientas mil pesetas, más el coste del pasaje.

—¿Trescientas mil pesetas? Pues yo encuentro que es mucho dinero.

—Yo entregué el rescate, el precio por su liberación, pero Paco Cochino no fue liberado, y tampoco volvieron a reclamar dinero. Yo pude hablar con los guerrilleros y de nuestra conversación deduje que no le tenían secuestrado; ni siquiera sabían quién era. Ellos tan sólo querían el dinero, por lo que supuse después, que no se trataba del precio de un rescate, sino del pago por un asesinato. La sangre de Paco Cochino en la postal era la confirmación de haber cumplido con su trabajo y estar escrita por Paco Cochino demostraba indudablemente que se encontraba en su poder. La postal no era excesivamente explicita, y no decía nada sobre cómo se procedería a su liberación.

—Ésta es una suposición bastante absurda, se lo hago saber.

A su regreso de la selva de la Papaya el señor inspector fue ingresado en el departamento de agudos del hospital “La Soledad”, institución mental dirigida por el doctor Gabriel, donde quedó a mi cargo para que me encargase de su terapia de rehabilitación mental. ¿No es así?

—Tú no eres un médico, ni tan siquiera un enfermero. Tú lo único que eres es un cateto integral, un subnormal profundo que está aquí por orden del doctor Gabriel para darme tormento.

—Es usted un demonio. Ésta es la manera que tiene de agradecerme todos mis desvelos. Si no fuera por mi usted aún estaría babeando en un estado catatónico.

—Yo ingresé en el hospital por propia voluntad para continuar la investigación que demuestre la culpabilidad del doctor Gabriel, y no creo tener que agradecerte nada las terapias absurdas de tu invención que lo único que has conseguido ha sido darme mala vida.

—No sé qué opinará el doctor Gabriel cuando le ponga al día de sus recientes paranoias. La aseguro que me ha dejado usted de piedra. Mira que llega usted a decir unas tonterías inmensas. Esto que dice me parece tan extraño como si me dijera que quiere participar en la vuelta a España con la silla de ruedas.

El inspector Eustaquio Trompeto estaba ofuscado por una fuerte ansia de venganza y su único objetivo era demostrar la culpabilidad del doctor Gabriel. Estaba resentido, dolido, falto de salud y totalmente acabado. Mentalmente atormentado, ocultaba la evidencia de su incapacitad mental y atrofia física, bajo la férrea obstinación de inmiscuir al doctor Gabriel en algún crimen o irregularidad. A veces le acusaba de ilegal, otras de asesino y otras de estafador. Rondaba por el psiquiátrico con su silla de ruedas, interrogando a los enfermos, continuando unas pesquisas que nunca le llevarían a ningún lado. Las suposiciones del inspector Eustaquio se demostraron finalmente falsas.

Con esta pretensión y obcecación el inspector Eustaquio convenció para que le ayudase en la investigación a un sobrino suyo, que recientemente había ingresado en el cuerpo de policía. Se llamaba Raúl Caldo, individuo desconcertante que tras investigar en el restaurante “La Cacatúa” se infiltró como paciente en el hospital y llevando la investigación de una forma estrafalaria y totalmente fuera de lo común, aportó las pruebas necesarias para solucionar el caso.


Capítulo V

Mi nombre es Braulio Cazuela y es mi intención recorrer los ensortijados caminos de esta trama, recogiendo las pistas que darán comprensión a esta intriga. Le ruego me acompañe en este insólito viaje de la mente cruzando el espacio tiempo de los recuerdos.

Al ser testigo presencial de los hechos ocurridos en el restaurante “La Cacatúa” y haber estado también presente el momento en que el inspector Eustaquio Trompeto exponía la solución final del caso, considero ser persona idónea para narrar lo sucedido; pero no quiero ocultar que existe un factor en mi contra que podría poner en entredicho mi credibilidad. Creo necesario considerar que recientemente se me ha diagnosticado un trastorno mental que altera mi percepción y comprensión. Una patología muy poco corriente, llamada psicosis brutal o ultra demencia en otros países europeos, que tiene su origen en traumas latentes reprimidos desde la infancia, que se manifiestan en la edad adulta. En mi caso el susto tremendo que me dio una vez una gallina.
Esta patología es degenerativa, siendo los afectados por este síndrome los enfermos de enajenación más extrema. Se extiende lenta pero inexorablemente por todas las capas del cerebro infectando el discernimiento y alterando la percepción. Normalmente supone la muerte de quien la padece por efectos de la automutilación. Parece ser, y hay común acuerdo entre los diferentes especialistas, que debido al prolongado trato con enfermos mentales he terminado desarrollado este trastorno que distorsiona mi percepción de la realidad y que me puede llevar a un estado de locura suicida.

El trato con sicóticos de tendencias agresivas ha sido mi especialidad médica los últimos años, centrándome en el estudio de nuevas terapias experimentales, para lo cual hube de asumir una excesiva compenetración en las rutinas de los enfermos. En este intento de comprenderles, de intentar pensar como ellos, desperté sin querer los traumas reprimidos y se desarrolló la enfermedad. Fue un proceso lento y progresivo, en un principio imperceptible, que me llevó, sin darme cuenta, a poner en peligro la vida de algunos de mis pacientes.

En el momento en que finalmente emergen del fondo de mis lamentos estas desconsoladas palabras, mi existencia discurre confinado en el departamento de psiquiatría del hospital “La Soledad”, el mismo hospital donde ejercí la psiquiatría en los diez años que duró mi carrera profesional.

Durante mucho tiempo me estuve negando a mi mismo la verdad de esta dolencia, pensando estar sano, incapaz de aceptar la enfermedad. La sintomatología que hubiera detectado evidente en mis pacientes, se hacía transparente a mis ojos, imposible de advertir. Aún siendo especialista en la materia no veía indicio en mí que hiciera pensar de tal forma, pero incluso el doctor Gabriel, persona en quien siempre he podido confiar enteramente, revalidó este diagnostico, sobre el cual dijo no tener la más mínima duda.

—¿Doctor Gabriel está usted seguro de este diagnostico? —le pregunté sumido en una completa confusión cuando vino a verme a la sala de aislamiento donde me tenían encerrado con una camisa de fuerza—. Yo me encuentro bien.

—Estoy contento de que así sea, pero hay indicios claros de esquizofrenia —me dijo con la sonrisa inherente a su faz bonachona aunque fruncía ligeramente el entrecejo—. Sin duda cada vez estas peor. Por el momento te tendremos en aislamiento. No queda más remedio, tendrás que estar encerrado un tiempo. Probaremos con una nueva medicación y podrás salir en cuanto veamos suficiente mejoría. ¿Me has entendido bien?

No contesté. Me quedé parado ante aquella nueva faceta del doctor Gabriel. Nunca le había visto tan serio, ni señalarme con el dedo con tal disgusto y firmeza. No esperó a que le contestase y continuó diciendo en el mismo tono:

—A efectos legales tu contrato de trabajo queda finalizado. Ya sabes que mi intención haciéndote un contrato era la de que cotizaras en la Seguridad Social para que pudieras cobrar un subsidio al dejar el hospital. Era la mejor manera de conseguirte una paga del Estado.

—Pero si yo no quiero dejar el hospital.

—Pues mucho mejor, ya que por ahora no vas a poder salir. Debido a las últimas manifestaciones de tu enfermedad hemos tenido que anticipar un poco todo el proceso. Te he dado de baja por enfermedad y he llamado al abogado y los dos siquiatras con que te has entrevistado para que confirmen mi diagnostico. De esta forma, si algún día estás mejor y puedes salir del hospital tendrás derecho a una pensión. Te conseguiremos una vivienda y podrás llevar una vida normal. Pero por ahora tendrás que ser paciente.

—¿Quiere decir que estoy destituido del puesto de comisario del gabinete?

—No te entiendo. ¿Qué quieres decir con ser comisario? ¿De qué estás hablando?

—Bueno, usted ya debe saber que me habían elegido comisario del gabinete.

—Supongo que te refieres a las reuniones que organizáis los enfermos en vuestro tiempo libre. Pues considérate destituido, pues ya he hablado con las enfermeras sobre la forma de evitar ese tipo de agrupaciones.

No pude remediarlo. Me puse a llorar instantáneamente, sintiendo retorcerse mis costillas estrujando mis pulmones y descomponiendo mis entrañas, mientras intentaba controlar los intensos gemidos de dolor que querían salir por mi garganta. Me desvanecí cual árbol podrido desgarrado por las zarpas de un oso y al impactar mis rodillas en el suelo acolchado alzando la mirada al techo, no pude evitar un aparatoso eructo que se me escapó en aquel momento. Tras el poderoso eructo me quedé sin aliento y no podía más que expresar mi lamento inaudible con las desbocadas lagrimas que brotaban de mis ojos, y supongo que con una expresión dolida, atormentada y enrojecida, como hubiera podido comprobar de haber tenido un espejo.

—No te lo tomes así —me dijo el doctor Gabriel—. No es para tanto. Pensé que te gustaría quedarte aquí, con nosotros.

—¿Qué quiere decir? —dije intentando en vano enjugar mis lágrimas, impedido por las firmes ataduras de la camisa y siendo insuficiente la torsión de mi cuello.

—Pues que podrían mandarte a otro psiquiátrico, donde seguro que no estarías tan bien como aquí. O tal vez la cárcel, si no hubiese conseguido persuadir al agente Raúl Caldo de no denunciarte. He llegado a un acuerdo con el juez y te podrás quedar aquí, aunque confinado en el departamento de psiquiatría y bajo estricta vigilancia.

—Ya le dije una vez que yo no estoy loco y creo estar ahora mucho mejor que entonces. Últimamente me sentía enteramente feliz y realizado.

—No tienes que seguir negando la evidencia, será mucho mejor para ti. Es un primer paso necesario para poder esperar alguna recuperación.

De repente la expresión del doctor Gabriel mudó recuperando su natural compostura y de nuevo estaba hablando con el doctor de siempre, calmado y sonriente.

—¿Se puede saber que les has dicho al abogado y los dos psiquiatras del estado que han venido a verte? Al salir, al abogado le ha dado un ataque de risa y no podía parar. Por un momento pensé que estaba llorando y luego se ha puesto a reír.

—Pues no sé qué mosca le habrá picado, nuestra conversación fue muy seria.

—Uno de los psiquiatras me ha dicho que no cree muy posible que tu trastorno se desarrolle súbitamente, sino que es propio de patologías innatas. Hube de asegurarle que todos los síntomas son recientes. Me has hecho pasar un apuro, ya sabes que no me gusta mentir.

—Perdón, ¿cómo dice? —pregunté bastante extrañado.

—Digo que me parece que sospechan que no se trata de un brote paranoico. Espero que esto no vaya a ocasionar problemas.

Mientras el doctor Gabriel esto me decía intenté reincorporarme, pero no lo conseguí, quedando tumbado en el suelo acolchado tras perder el equilibrio.

—¿De qué habéis hablado? —me preguntó el doctor con afable sonrisa.

—Hemos hablado de cuestiones médicas en términos bastante amigables y les encontré muy interesados en mis teorías. ¡Doctor Gabriel! —grité alarmado por una súbita idea—, creo que es posible que me hayan declarado demente para atribuirse los logros de las técnicas experimentales que les he expuesto.

—¿Técnicas experimentales? ¿Qué técnicas? —preguntó el doctor Gabriel con visibles muestras de asombro— ¿De qué estás hablando?

—Pues entre otras cosas les he hablando de que recientemente estaba experimentando una nueva terapia con polvos urticantes para los enfermos que no quieren hacer la rehabilitación física.

—¿Polvos urticantes? —preguntó el doctor Gabriel con cierto énfasis, mirándome con expresión asombrada— ¿Le has estado echando polvos picapica a los pacientes?

—Sí, bastantes veces.

—Ésta sí que es buena. ¿De dónde has sacado tú estos polvos urticantes?

—El doctor Puerco los saca de las fibras aislantes del aire acondicionado, también les he desvelado este secreto.

—Braulio, ahora me sorprendes. ¿Por qué has hecho esto? ¿No te había dicho yo que procurases llevarte bien con los pacientes?

—De alguna manera hay que conseguir que hagan un poco de ejercicio. Yo le puedo asegurar que es una técnica muy efectiva. Intentando rascarse la espalda hacen estiramientos y bastante gimnasia revolcándose por el suelo. Además, espolvoreando un poco en las camas, al día siguiente todos están sosegados y en calma; eso sí, por la noche todo son gritos.

—Así que era eso. Pues tuvimos que fumigar todo el departamento de psiquiatría. Éste es un claro ejemplo de la gravedad de tu demencia y que a ti te parezca una cosa normal lo demuestra. A partir de ahora, y escucha bien esto que te digo, me encargaré personalmente de tu tratamiento y no debes, bajo ninguna circunstancia, tomar ninguna decisión ni iniciativa sobre los pacientes, ni tan siquiera sacarlos a pasear o darles de comer. No quiero que hagas absolutamente nada. Si tienes alguna sugerencia hablas conmigo cuando yo te venga a ver y nada más.

—Doctor ¿cree que me pondré bien?

—Pues no estoy seguro. Todavía me cuesta creer lo que ha pasado. Sin duda has empeorado mucho. Creo que en realidad es culpa mía al no haber valorado bien la gravedad de tu enfermedad; pensaba sinceramente que eras inofensivo.

—Y lo soy sobradamente —le dije al doctor Gabriel con firmeza—. Usted sabe que soy incapaz de hacer daño a una mosca.

—Voluntariamente no, de eso estoy seguro; pero al agente Caldo le inyectaste una dosis de adrenalina mortal. Con una jeringuilla que robaste de mi despacho. Por suerte se está recuperando. Podríamos haber ido los dos a la cárcel.

—Reconozco que estoy confuso y me duele terriblemente el incidente. No sé qué pensar, se me fue la mano.

—Braulio, todo esto ya pasó, por suerte. A partir de ahora todo irá mejor; ya no te mandaré hacer más trabajos y tienes crédito ilimitado en la cantina, podrás recibir la visita del inspector Eustaquio, que lo trasladamos al departamento de geriatría y tendrás tiempo libre para hacer lo que quieras. Y de vez en cuando iremos juntos a la granja de porcino, a ver los cerdos. Te lo prometo. ¿Qué te parece?

—Pues que me parece una idea estupenda. En realidad ya estaba harto de ser el comisario del gabinete. Todo son problemas. Además hace tiempo que deseo escribir sobre la vida del inspector Eustaquio y algunos poemas que tengo pensados sobre las virtudes de Obispo Juana Mari.

—¿De verdad? Esto que dices me alegra. Me sorprenderás mucho si haces lo que dices —me dijo el doctor Gabriel con visibles muestras de contento—. Además tengo una buena noticia. Casualmente en el seguro de enfermedad que te había hecho existía una cláusula que aseguraba tu salud mental por diversas causas, lo que quiere decir que yo, que soy tu tutor y el administrador de este dinero, recibiré una prima millonaria con la que haremos algunas reformas en el departamento de psiquiatría. Tardaremos un tiempo en cobrar, pues tal vez requiera de algunos pleitos, pero estoy seguro de que es asunto zanjado.

—¿Entonces ya puedo salir de aquí y quitarme esta chaqueta?

—No. Te tendrás que quedar aquí unos pocos días, hasta que se calmen las aguas y veamos que tal respondes a una nueva medicación. Pero mira que te he traído; me la ha dado para ti el inspector.

Se trataba de una grabadora blanca, con una funda de tela color arena con una larga correa, para colgarla del hombro. Unas lágrimas cayeron de mis ojos. Era mi objeto más preciado y nunca me separaba de ella. Dos botones estaban pulsados y la cinta corría.

—Está grabando —dije.

—Ya lo sé. Supuse que te gustaría grabar esta conversación. Tengo además otra buena noticia para que la grabes. Es muy posible que Jorge venga a trabajar al hospital, necesitamos otro jardinero, ya que el Obispo últimamente se descuida bastante y en el restaurante, desde que se ha ido la Princesa, Jorge está muy desmotivado.

—Muchas gracias doctor Gabriel, una vez más. No me podía dar mejor noticia que ésta. Tengo muchas ganas de verle. ¿Sigue igual de feo?

—Claro, estas cosas no cambian.

Todo ocurrió como el doctor Gabriel predijo y me quedé en la Soledad junto a mis antiguos pacientes y en compañía de este viejo amigo del restaurante “La Cacatúa”.

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4 comentarios:

  1. He retomado tu novela, y sigue siendo muy interesante de leer. A ver si continúo con tus restantes capítulos. Un saludo.

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  2. Muy agradecido Robert. Espero te sea grato el tiempo que me dedicas.

    Saludos
    Rafa

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  3. Hola,

    El final es muy bueno. Me gusta el tono delirante que usas, esa locura que a uno le menea la cabeza, que a veces provoca no saber donde estás y quién es el loco y quién no lo es.
    ´
    Lo del tratamiento con polvos pica-pica, vaya, desternillante. Los poemas sobre las virtudes del obispo Juan Mari, la jeringuilla, la promesa de poder ir a ver a los cerdos de la granja... Todo esto crea un magma que produce desconcierto, casi inquietud en un mundo irreal que a la vez parece tan cercano, tan posible.
    Nada, sigo avanzando.

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  4. Algunas de estas locuras son guiños a historias que se contarán después, con detalle. Cierto es que en esta parte del relato hay cierta confusión, pero no queda más remedio. Tal vez me he esforzado demasiado en intentar dejar claro quién es el loco, pero siendo el narrador un loco que no interpreta demasiado bien las cosas, no queda más remedio que quedarse con esa incertidumbre hasta que los propios hechos desvelen la realidad.

    Muchas gracias, Igor, por tu lectura.

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