No era un buen día el que emprendió camino Milan Dadog hacia la cumbre del monte Boñigatepelt. Hacía demasiado buen tiempo, y eso podía restarle mérito a la escalada. Acostumbrado a superar los más adversos retos deseaba mayor dificultad, que las inclemencias del tiempo le acosaran y llevaran al extremo las penalidades del trayecto. Solo alcanzando la cima con su último aliento sería feliz Milan Dadog, que frente al Boñigatepelt examinaba la ladera.
Muchos son los peligros bajo las piedras de los desfiladeros inexplorados, se decía a sí mismo Milan Dadog, que en su severa y experimentada faz destacaba la ausencia de un ojo. Tiempo atrás, trepando una colina a las afueras del pueblo, se asomó entre unas zarzas y recibió en la cara un chorrito de mierda que se le metió en los ojos. No sabía, por aquel entonces, que las crías de abubilla excretaban de forma vigorosa como sistema de perpetuación de la especie. Se limpió con unas hojas que resultaron ser ortigas y se despeñó por la ladera hasta quedar inconsciente. Despertó cuando un cuervo le picó en el ojo. Sus gritos fueron escuchados por una señora que buscaba setas y lo ayudó a llegar a su casa.
Pero no todo fueron fracasos, más bien al contrario, una vida de satisfacciones y éxitos diseminan sus recuerdos como campo minado. Milan Dadog, frente el Boñigatepelt, se puso a pensar en aquella vez que alcanzó el campanario de la iglesia y se subió a la antena de televisión. Fue muy celebrado en el pueblo y no hubo quien no la considerara la más temeraria proeza jamás vista. Se le enganchó el cinturón y estuvo agarrado a la antena toda una noche de tormenta. Luego rememoró otro de sus grandes éxitos, cuando en las fiestas de la patrona, vitoreado por el inmenso gentío, se subió a un palo para coger un jamón y calló de espaldas desde una altura de quince metros. Revivió aquella intensa sensación y una amplia sonrisa de deleite apareció en su cara. Milan Dadog dejó por unos momentos que su mente se evadiera con ensoñaciones de su gusto y se quedó dormido. Allí, junto al Boñigatepelt se tomo un momento para hacer una siesta.
Desde hace años que siempre tiene el mismo sueño. Un recién nacido con un chupete en la boca de pie en la silla estira la pata para colocar sus rechonchos dedos del pie en el borde de la mesa y se queda balanceando en una posición muy arriesgada. Mete su mano izquierda en la bolsa de tiza que lleva colgando del paquete y se da el impulso necesario para afianzar la panza sobre la mesa. Su naturaleza amorfa y poco estilizada no facilita mucho las labores, a lo que hay que añadir el voluminoso paquete, y bastantes apuros pasa el niño antes de subirse. Se pone en pie encima de la mesa y celebra su éxito saltando con los brazos en alto. A Milan Dadog, frente al Boñigatepelt, se le cae la baba mientras se chupa el dedo. Prosigue su sueño superando nuevos retos en los que el retoño sube por las cortinas y se cuelga de la lampara. Trepa por el inodoro como una araña y gatea por el pasillo a gran velocidad.
Muchas veces este sueño se transforma en pesadilla adentrándose en lo pavoroso y demencial. Elucubraciones variadas que terminaban con el niño cayendo en un pozo o sobre unos pinchos. Muchas veces se ha despertado Milan Dadog llorando igual que un bebé, sufriendo aún el ficticio dolor fruto de sus desvaríos, chapoteando dentro del pozo o retorciéndose de escozor entre las púas. Milan Dadog, frente al boñigatepelt, abrió su único ojo, y elevando una mano se rascó las protuberancias de la cabeza.
Todas las abolladuras de su cráneo fueron producidas en aquellos años en los que el crío gustaba de subirse por todos lados. Se subía por los muebles, los árboles, la chimenea… y si no había dónde subirse se arrastraba por el suelo simulando ir cuesta arriba. A los cinco años, de visita a la ciudad, se subió a un semáforo y tuvieron que bajarlo los bomberos. Son incontables las veces que el nene se hizo un chichón. Y no fueron pocos los palos que le dio su abuela cada vez que lo pillaba en el tejado. Con los años, la calvicie fue despejando los promontorios y dejó a su paso los localizados penachos que adornaban su cabeza con la fiel representación de una montaña. No han sido pocos los insectos que confundidos buscaron cobijo por aquellos parajes. Milan Dadog se rascaba la cabeza mientras repasaba mentalmente el ascenso.
La primera vez que intentó escalar al Boñigatepelt tuvo que ser hospitalizado en cuidados intensivos con múltiples fracturas y dislocaciones en todos los huesos. Ocho meses estuvo ingresado y no hubo un día que no intentara levantarse de la cama, motivo por el que lo mantenían atado. Una mañana, alarmados por un atronador impacto, los enfermeros lo encontraron en la acera de la calle agarrado a la persiana de su habitación. Había caído desde un tercer piso. La escayola que llevaba en el torso había amortiguado el golpe, pero la dentadura postiza fue hallada a más de diez metros. Este prolongado encierro tuvo a Milan Dadog al borde de la desesperación, pero por fin estaba allí de nuevo frente al Boñigatepelt.
Oteaba la montaña Milan Dadog y efectuó una última revisión del equipo. Observó que la bolsa de la orina estaba bastante llena. Tal vez debería pedirle a la enfermera que se la cambiara. La silla de ruedas estaba bien, mucho mejor que la que fue causa principal de su anterior fracaso. Miró sus manos para encontrar en ellas la fuerza necesaria, y se sorprendió al ver que faltaban tres dedos en una y dos en otra. Intentó recordar cuándo los había perdido, pero a sus ochenta y cuatro años su memoria no era la de antaño.
En especial peligroso era el primer tramo del trayecto, la rampa fatal. Allí, la primera vez, la silla de ruedas comenzó a dar vueltas y desviándose de la trayectoria fue a caer en la piscina, que casualmente estaba vacía. Un operario que limpiaba el interior pensó que se trataba de un helicóptero. Milan Dadog rememoró el tremendo batacazo mostrando en la cara un dolor espantoso. No caer de nuevo en la piscina era una prioridad que Milan Dadog tenía considerada como principal; comprobó que la piscina estuviera llena, y como precaución extra, puesto que no sabía nadar, había cogido un flotador.
El plan de ruta ya estaba trazado. Ya no había marcha atrás. Y finalmente emprendió camino Milan Dadog hacia la cumbre del Boñigatepelt. Le costaba un poco a la silla coger velocidad a pesar del esfuerzo mayúsculo de Milan Dadog, que impulsaba las ruedas con sus raquíticos brazos y pulso tembloroso. El camino estaba despejado y aunque había un poco de grava cogió las primeras curvas sin mucho peligro y en la recta cogió cierta aceleración. Se acercaba el momento crucial, la rampa de más de treinta metros, una pendiente que ningún otro anciano se atreve a coger si no es en camilla. Milan Dadog recorrió la rampa a toda velocidad y sin desviarse un milímetro aprovechó toda la inercia para saltar de la silla y alcanzar el primer rellano; allí se quedó unos momentos retorciéndose de dolor en el suelo. No recordó que llevaba la bolsa de orina conectada con un catéter y la repentina expulsión de todo el dispositivo a causa del estirón le hizo ver las estrellas. Pero nada disuade a Milan Dadog que con lágrimas en el ojo prosigue el ascenso. Ahí está la aventura y estos son los inconvenientes propios de una buena escalda, justo lo que él quería. Arrastrándose por la tierra se sintió feliz y aunque ese tramo era casi horizontal cada palmo que avanzaba era para él un logro. Poco más rápido que una persona tumbada al sol recorrió el pedregoso camino haciendo esforzados movimientos sin desfallecer y con muy buen ánimo.
Cuando una raíz se le enganchó en el flotador y estuvo un buen rato retorciéndose sin poder liberarse, salieron de su boca exclamaciones no muy delicadas. Pero al límite de sus fuerza y con la lengua más seca que la pierna de un romano, consiguió liberarse y prosiguió el ascenso con los pantalones bajados.
Aún le quedaba lo más difícil, la enorme montaña de arena para la ampliación del jardín, paralizada a causa de los recortes, cuya cima observaba con anhelo mientras reptaba por aquella ardiente duna bajo el sol. Tras tragar un par de buenas paladas de arena arrastrando la lengua y sin fuerzas para proseguir, Milan Dadog encontró muy cerca de donde estaba un vaso de agua, que engulló con ansia antes de seguir el camino. A su lado, apoyados en una barandilla, dos ancianos le indicaban el camino, pues Milan Dadog, completamente exhausto, había perdido el norte y se dirigía hacía la parte del montículo más semejante a un precipicio.
Mareado y confuso levantó la vista y vio que venía corriendo por el descampado un enfermero empujando la silla de ruedas. Desesperado, Milan Dadog, reinició el ascenso con un ánimo renovado, pero más bien hizo un hoyo y provocó un desprendimiento de arena que lo dejó enterrado hasta la cintura. Estaba el enfermero muy cerca cuando uno de los ancianos cruzó la barandilla y se sentó en la silla de ruedas, dando lugar a un forcejeo que terminó con ambos bajando la colina dando vueltas sobre la silla. Milan Dadog aprovechó la circunstancia para trepar por el montículo contoneando el cuerpo como un gusano. Muchos enfermos y buena parte del personal médico se acercaban a ver la tremenda proeza que Milan Dadog estaba llevando a cabo frente sus ojos. Todas las ventanas del hospital se llenaron de gente, al igual que el parque, por donde muchos enfermos se acercaban corriendo con sus sillas y muletas. Milan Dadog seguía braceando animado por las gentes.
Cuando Milan Dadog alcanzó la cima la multitud expectante estalló en una oleada de vítores y aplausos que provocaron lágrimas en la sonriente expresión de Milan Dadog, que apenas podía mover ni un músculo. Estaba completamente frito, pero cuando vio que dos enfermeros se acercaban con una camilla, se lanzó por el precipicio. No solo se tiene que subir, también se ha de bajar. En menos de diez segundos recorrió más de doscientos metros haciendo volteretas. Le sacaron del estomago un kilo de arena y lo tuvieron atado a la cama en cuidados intensivos durante un mes. Milan Dadog en todo ese tiempo no pensó en otra cosa que no fuera en volver a subir el Boñigatepelt.
Fin
¡¡¡Felices fiestas para todos!!!